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La política alimentaria y su influencia en el lenguaje popular en Cuba

07 de febrero de 2022

comer, qué comer hoy, mañana, la semana o el mes próximo. Cuando recorremos las calles de la isla las conversaciones giran en torno a “qué sacaron” en tal lugar, “qué donativos están repartiendo en la bodega”, “a qué números le toca la cola” de tal alimento. Existen grupos de WhatsApp, Facebook, Telegram, por barrios, municipios y provincias, que alertan sobre la llegada de algún producto, o que permiten la venta o el trueque de alimentos, o que comparten información sobre donativos y recetas para cocinarlos. En suma, la comida es uno de los elementos más presentes en la cotidianidad cubana, de los que más energía, tiempo y creatividad demandan, y esto hace que tenga igualmente más presencia en el lenguaje popular.

 

Es por ello que en FMP comenzamos a inventariar vocablos cubanos sobre la comida. En busca de locuciones, frases y refranes en torno al imaginario alimentario surgidos con motivo de los cambios de las políticas administrativas y de las crisis alimentarias recabamos información mediante encuestas en varias provincias del país, así como entrevistas virtuales a usuarios de Facebook, que aportaron vocablos como parte de sus recuerdos y vivencias en la isla.

 

Al hablar del lenguaje en torno a la comida en Cuba debemos definir dos direcciones a menudo mezcladas. Primero, una influencia “desde arriba”, desde el discurso político, desde el lenguaje oficial, que aborda en los medios oficiales de comunicación el desabastecimiento, las medidas económicas, las modificaciones en los sistemas de entrega, las políticas de racionamiento, entre otros. Segundo, una reacción “desde abajo”, conformada por las diversas negociaciones dentro del imaginario social, no solamente a este discurso oficial (en forma de crítica, sátira o consentimiento, por ejemplo), sino también como reacción a las carencias, al estrés agregado de buscar comida, al lenguaje subrepticio del mercado negro, entre otras modificaciones de la jerga, que nombran prejuicios, estereotipos y apetencias que, sobre comida, construye el cubano día a día.

 

Tras más de seis décadas el discurso político ha modificado el habla, por ejemplo la nomenclatura de los productos normados, que pueden ser subsidiados, o liberados, o regulados o controlados. De tal forma, alimentos comunes para el cubano serían altamente sospechosos para el oído no entrenado en el racionamiento: “picadillo extendido”, “pollo por pescado”, “novena de carne”, “picadillo de niño”, “masa cárnica”. Por décadas se han naturalizado ejercicios como “sacar los mandados de la bodega”, “coger el pan”, “renovar la dieta”, “buscar los donativos”, “hacer la cola”. Como en los rituales, hábitos, y formas de comunicación que forman parte de la identidad cultural alimentaria, este repertorio interviene también en la búsqueda y adquisición de productos, las formas de elaborarlos, hasta las formas de distribuirlos, servirlos y describirlos.

 

Alimentarse ha sido una preocupación fundamental, de las actividades que más tiempo absorbe a las familias cubanas en su día a día, de ahí que términos relacionados a la comida estén muy presentes en el imaginario social, reciban numerosas acepciones, y sean protagonistas de chistes, bromas y otras formas  de expresión popular. El cubano no cocina, prepara “el pasto”, “la jama”, “da la papa” a los niños, “sale a luchar” o a “buscar el pan”. Un cubano no tiene hambre, “está partío”, “tiene canina”, “tiene un hambre que no la brinca un chivo”, “tiene un concierto de violines en la barriga”. Cuando no se encuentra nada que comer el cubano “pasa el día en blanco” o “está fuera del caldero”.

 

Además, surgen reapropiaciones desde la misma clasificación oficial, que son gestionadas por lo popular. Por ejemplo, la carne elaborada en establecimientos estatales a partir de una mezcla de derivados cárnicos para la elaboración de croquetas, embutidos y picadillos, fue por mucho tiempo renombrada popularmente como carne de ave,  “de ave(rigua)” u OCNI: “Objeto Comestible No Identificado”. Esta tendencia tiene mucho que ver con la ausencia de inocuidad alimentaria en un sistema de racionamiento que entrega a granel, sin suministrar información debida a los consumidores en términos de ingredientes, procedencia, fecha de expiración, entre otros. Esta simplificación de los alimentos – el aceite es aceite, el picadillo es picadillo – convive en el lenguaje y la identidad alimentaria en Cuba, donde si indagas por los tipos de harina disponibles te responderán, “harina, harina de pan”. Los alimentos representados desde estas expresiones reduccionistas también limitan nuestros conocimientos e inclinaciones  hacia una libre escogencia con fines éticos, dietéticos, religiosos, entre otras apetencias.

 

Existen términos cuyo uso activo ha desaparecido, pero que continúan ocupando un lugar importante en la memoria alimentaria. Por ejemplo, productos que, en medio de la crisis económica de los noventa y debido a las políticas alimentarias impositivas del sistema, fueron objeto de un rechazo significativo, convirtiéndose en símbolo de precariedad. A pesar de la consistencia grumosa y el fuerte sabor del Cerelac, por ejemplo, fue uno de los recursos más comunes para el desayuno familiar. Como uno de los ejemplos más desagradables de la memoria alimentaria del Periodo Especial, terminó siendo protagonista de chistes, ironías y hasta parodias musicales. Según algunos testimonios: “(…) una mala palabra representó el Cerelac para una gran mayoría de los cubanos (…) una mala palabra hecha de harina de cereales y trazas de leche en polvo, según aseguraba el régimen para convencer a los viejitos que lo tomaban como un purgante todas las mañana en su desayuno.”[1]

 

Otros alimentos son productos de una asociación similar, aunque desde el afecto, sobre todo hacia algunas marcas pre1959, y que aún hoy día denominan genéricamente algunos productos para nuestros padres o abuelos: Frigidaire para refrigeradores, Peters para tabletas de chocolate, Spam para carne prensada, Quaker para la avena o Chiclets para goma de mascar.

 

Los contratos comerciales y los acuerdos políticos que el gobierno cubano ha establecido también modifican tanto la práctica culinaria como el lenguaje. Por ejemplo, durante el campo socialista muchos de los productos nacionales fueron relegados por otros de importación soviética, de tal modo en Cuba se consumían grosellas búlgaras, dátiles centroasiáticos o la llamada carne rusa, como se conocería popularmente y que reemplazó al producto conocido como Spam, de la marca estadounidense Hormel Foods. Agregado el gentilicio, la carne rusa pasó a ser fundamental para la elaboración de diversos platos en la cocina de resiliencia cubana como pastas de bocadito, sucedáneos de filetes o hamburguesas, componente de croquetas, albóndigas y más: “Recuerdo que mi mamá adobaba la carne rusa con limón, comino y ajo, la dejaba reposar de un día para otro y luego la cocinaba en sofrito. La comíamos con arroz, viandas y ensalada, como en la típica completa cubana. O bien la usábamos para hacer papas rellenas o, sencillamente, la comíamos con pan.”[2]

 

Más que una sustitución de términos, existen otros producto de la reapropiación por parte del imaginario colectivista y socialista del discurso oficial cubano. De este modo, alimentos tradicionales, como el ajiaco cubano, una sopa espesa mezcla de numerosa carnes y viandas, fue refundado como la caldosa, plato para homenajear el aniversario de los Comités de Defensa de la Revolución. El plato en cuestión, pasó de ser el ejemplo de la mixtura gastronómica – e identitaria – de la isla, conformada por migraciones africanas, asiáticas y europeas, a la receta anual de la organización de masas más populosa en el proceso: “Esa noche preparaban la famosa caldosa cederista, un mejunje que imitaba al ajiaco de toda la vida, pero con menos ingredientes. Los vecinos acudían con algún tipo de cacharro en la mano hasta el caldero enorme donde se cocía la caldosa para asegurarse un poco de aquel brebaje. Lo que intentaba ser una fiesta se convertía en comida de beneficencia para los menesterosos locales, que éramos todos.” [3]

 

Junto al reemplazo y la reapropiación de términos en la memoria alimentaria, existen otros que parecieran tener un significado cotidiano, pero detrás de los cuales se esconden realidades más graves. Es el caso de la jaba, que refiere a cualquier bolsa de tela con asas, pero que en la isla es un artefacto cotidiano para buscar el pan y otros mandados. Además, denomina así al suplemento alimenticio que muchas familias cubanas entregan cada 30 o 45 días a sus familiares en condición de privación de libertad. El régimen carcelario en Cuba no ofrece una alimentación balanceada y por lo general la que reciben es de muy mala calidad, por lo que se relega gran parte de la responsabilidad a las familias de las personas confinadas. La jaba contiene por lo común alimentos imperecederos como galletas, palitroques y otros productos elaborados con harina, así como azúcar, café, aceite, condimentos, siropes, mayonesa y confituras. También es producto de trueques y con sus ingredientes suelen pagarse servicios y favores. Es objeto a veces de medidas disciplinarias, mediante las cuales puede ser prohibida o confiscada.[4]

 

Conforme en FMP encontramos nuevos vocablos también descubrimos un aumento acelerado de descripciones y sinónimos para ciertos fenómenos sociales. Por ejemplo, durante uno de los desabastecimientos más profundos del proceso cubano, el mal llamado Periodo Especial en Tiempos de Paz, se reprodujeron considerablemente las formas de llamar al alcohol elaborado de forma casera. Por otros estudios [5] sabemos que el consumo excesivo de alcohol fue una forma de depresión y enajenación común en la década de los noventa en Cuba, y asimismo pudimos rastrear numerosas voces para denominar alcoholes no refinados: “espérame en el suelo”, “duérmete mi niño”, “matafriki”, “alcoholite”, “gato prieto”, “el hombre y la tierra”, “azuquín”, “gualfarina”, “michiflín”, “carta candil”, “vampisol”, “paticruzaó”. El estado de embriaguez, o “curda”, “prende”, “embombe”, “nota; “peo” o “jaladera”, también podía asegurarse a partir de la ingesta excesiva de alcohol vendido a granel en bodegas estatales, al que se le denominaba “caballo blanco”, “líquido de freno”, “sudor de tigre” o “chispae´tren”.

 

Otro fenómeno que debe su surgimiento al desabastecimiento y que ha ganado presencia en el vocabulario cotidiano de la isla es la acción de “hacer cola”; un universo muy particular al que lamentablemente muchos cubanos destinan la mayor parte de su día. Durante los últimos años y debido a la crisis en el abastecimiento de productos de primera necesidad, el gobierno creó las figuras de inspectores llamadas “Lucha Contra Coleros, o LCC”, que controlaban la compra individual y racionada a partir de documentación personal. En este caso, el “colero” es otra figura representativa de las colas, quien se dedica a hacer la cola con anticipación, para tomar puestos ventajosos y luego revenderlos como turnos a otras personas. Siempre quedará la opción de “colarse”, término que se utiliza en relación a las filas por turnos y que significa adelantar el turno, ubicarse en un sitio aventajado diferente al que le toca a la persona o al “colado”.

 

En suma, cómo hablamos y nos expresamos, es una forma importante de identificarnos, de reconocernos como congéneres y ciudadanos. El lenguaje enriquece o limita nuestra información, nos ayuda a negociar la política en términos cotidianos, pero también reduce y naturaliza acciones y medidas desde el poder. El lenguaje ha sido uno de los constructos más modificados post 1959, recordemos las polarizaciones dentro del marco catártico de la revolución: “burgués” vs. “campesino” y “obrero”, “señor” vs. “compañero”, “revolucionario” vs. “traidor”. También el lenguaje higienista que legitimó la fragmentación social: “escoria”, “gusanos”, “partes blandas”. Si el uso de estos términos ha tenido repercusiones en políticas legislativas, migratorias y económicas, sobre todo legitimando o criminalizando lo que se ha querido instaurar desde el discurso político, no cabe duda que el lenguaje sobre la comida también tiene consecuencias en nuestro patrimonio y memoria alimentaria como nación.

[1] Gilberto Dihigo, en: http://dihigo.blogspot.com/2014/01/cubaneosoh-cerelac.html

[2] Fuente: Verónica Cervera, en: Claudia González. “Verónica Cervera: Confluencia de la cocina cubana”. Hypermedia Magazine, 2022.

[3] Enrique del Risco. Nuestra hambre en la Habana. Plataforma Editorial, 2022.

[4] Food Monitor Program. “Qué comen los presos en Cuba”, El Toque, 1.12.2022, en: https://eltoque.com/que-comen-los-presos-en-cuba

[5] Fuentes Pelier, D., Santiesteban Freixas, R., Hodelín Tablada, R., & Romero García, L. I. (2021). Evolución epidemiológica y clínica de pacientes con neuropatía óptica epidémica cubana. Anales de la Academia de Ciencias de Cuba, 11(3); Más Bermejo, P., Puerto Quintana, C. D., Barceló Pérez, C., Molina Esquível, E., & Cañas Pérez, R. (1995). Estudio de casos y controles de la neuropatía óptica epidémica de Cuba, 1993. Boletín de la Oficina Sanitaria Panamericana (OSP); 118 (2), feb. 1995.

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 na de las principales preocupaciones diarias del cubano es qué  

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