(Re)vivir la crisis en Cuba: anatomía de una sociedad fracturada
01 de septiembre de 2025
n el último medio siglo, la sociedad cubana ha atravesado dos
crisis económicas estructurales de alcance histórico que han alterado de forma profunda su vida cotidiana. La primera, el Período Especial en Tiempos de Paz, estalló tras la caída del bloque soviético: el PIB se desplomó más de 35%, el consumo calórico promedio descendió 40% y el país llegó a registrar una epidemia nacional de neuropatías vinculadas a la malnutrición. Tres décadas después, Cuba enfrenta lo que diversos analistas describen como una policrisis (económica, energética, demográfica, monetaria y social), con una tasa de pobreza que, según estimaciones independientes, supera 80%.
Para varias generaciones de cubanos, haber vivido dos colapsos de esta magnitud no es una experiencia biográfica sencilla. Las condiciones que han marcado la última media década han obligado a millones a reconfigurar principios básicos de la existencia: adaptarse a la escasez, redefinir prioridades y asumir renuncias que erosionan las posibilidades colectivas de desarrollo. Esta fractura social ha estrechado los horizontes de expectativa y deteriorado la vida emocional, relacional y material de la población. ¿Cómo transforma esta condición la manera en que una sociedad se concibe a sí misma? ¿Qué efectos está teniendo hoy sobre la Cuba real, más allá de las cifras y los discursos oficiales?
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Deterioro sistémico como estilo de vida
Cuba atraviesa hoy la crisis estructural más profunda de su historia reciente: una economía en recesión sostenida, una inflación desbordada, el colapso de las infraestructuras hídrica, energética y bancaria, la pérdida acelerada del valor real de los ingresos y el acceso cada vez más restringido a alimentos básicos.
Durante el Período Especial, la población enfrentó un colapso comparable de recursos e infraestructura. Sin embargo, aquel escenario estuvo parcialmente amortiguado por subsidios mínimos, en una sociedad aún más homogénea, con una comunicación política más directa y “omnipresente”, y que vivía por primera vez la apertura —aunque limitada— que ensayaban los cambios económicos del Gobierno.
Pero, si la década de los 90 fue catártica para la mayoría de los cubanos, la crisis actual carece de los horizontes de entonces.
El contrato social, apoyado desde los 60 en la narrativa socialista y de protección estatal, ha sido ultimado ahora con el avance del capitalismo de Estado. Hoy no hay apoyos estructurales efectivos ni promesas de recuperación convincentes. Durante los últimos cuatro años, los intentos de reformas han incrementado directamente la precariedad de la población. Ante la evidencia sistemática de estos fallos, el Gobierno ha adoptado un estilo comunicacional de revictimización e hiperpersonalización muy distante de la omnipresencia carismática que alimentó la comunicación política en los 90.
Encuestas de FMP dan cuenta de este distanciamiento: 94% de los hogares visitados afirman que, o al Gobierno no le interesa revertir la situación de vulnerabilidad alimentaria en la que viven los cubanos, o lo han intentado, pero no lo han conseguido. Solo 6% considera que su accionar ha estado orientado a mejorar esta situación.
Unos años atrás, cuando el Período Especial apenas comenzaba a despejar su impacto en la memoria colectiva cubana, los anuncios oficiales que tímidamente avizoraban una nueva crisis hicieron revivir los temores más antiguos de los cubanos. Tanto es así que, en septiembre de 2019, cuando el presidente Miguel Díaz-Canel avisaba en la Mesa Redonda sobre una situación de “coyuntura energética”, muchos cubanos tradujeron enseguida el eufemismo como el presagio de un retorno al Período Especial.
Sin embargo, hace seis años, nadie imaginaba cuán profundo podía llegar el impacto de este nuevo pico crítico. Hace dos meses, el lanzamiento del informe En Cuba hay Hambre, publicado por Food Monitor Program como resultado de su Encuesta Nacional de Seguridad Alimentaria (2024), volvió a activar esta reacción social. La constatación de un deterioro estructural a niveles impensables generó un amplio debate entre los usuarios de Facebook, donde la mayoría aseguraba que el momento actual era el más complejo y difícil vivido por los cubanos en el último medio siglo.
Los argumentos para tal comparación son fácilmente visibles, expuestos en primer plano en las urgencias y necesidades cotidianas. Pero la permanencia prolongada de una crisis implica también otros daños que no siempre se ven a simple vista, aun así, más profundos y duraderos.



El costo de volver a caer: efectos sociales de la crisis repetida
La fragilidad socioeconómica en sociedades que atraviesan crisis cíclicas se manifiesta a través de un conjunto interrelacionado de indicadores que reflejan en primera instancia el deterioro progresivo de las condiciones de vida. Con el tiempo, estos síntomas se diversifican y amplían: los jóvenes y profesionales emigran en busca de mejores oportunidades; quienes permanecen postergan la formación de parejas o la decisión de tener hijos; muchos abandonan tempranamente los estudios para dedicarse a empleos temporales y, a menudo, indeseados; otros buscan evadir la realidad mediante recursos desesperados.
En paralelo, las instituciones públicas reproducen el mismo desinterés que domina a los burócratas que las gestionan —funcionarios que, al fin y al cabo, participan de la misma anomia que atraviesa a la sociedad. A medida que se restringe el acceso a bienes esenciales y las supuestas instancias representativas no tienen nada que representar, el tejido social continúa su declive: emergen o se intensifican problemas de salud, aumenta la criminalidad y la inseguridad. Todo esto configura un círculo vicioso donde cada indicador refuerza y amplifica la precariedad general.
La repetición cíclica de crisis ha dejado huellas estructurales medibles en Cuba. La emigración masiva iniciada en los 90 no solo no se detuvo, sino que alcanzó su punto más alto en los últimos años, con una pérdida poblacional de al menos 18 % de habitantes. En adición, el país enfrenta su tasa de natalidad más baja desde 1959, con apenas 7,2 nacimientos por 1 000 habitantes. Pero esto es solo parte de una tendencia continua al decrecimiento: en 2024 se registraron 19 075 nacimientos menos que el año anterior. La migración como escape y la reticencia a crear familias de quienes se quedan, ha generado un serio decrecimiento poblacional. Un cuarto de la población remanente tiene 60 años o más, convirtiendo a Cuba uno de los países más envejecidos de América Latina. Las estimaciones indican que, para 2030, esta cifra aumentará a 30%.
Los efectos acumulativos de la crisis en Cuba no impactan solo en forma de un envejecimiento acelerado; prevalecen también enfermedades, especialmente aquellas relacionadas con la subalimentación o el hambre oculta. Entre 2022 y 2023, el número de personas fallecidas por desnutrición en Cuba aumentó 74,42%, siendo la vigésima causa de muerte en el país para ese período. Mientras tanto, las enfermedades más presentes en la población cubana (diabetes mellitus, hipertensión arterial, enfermedades cardiovasculares, anemia por deficiencia nutricional y gastritis crónica) tienen una relación significativa con dietas carenciales. La combinación de una ingesta insuficiente de nutrientes esenciales con un patrón alimentario dominado por calorías vacías y ultraprocesados configura un cuadro de malnutrición que afecta a la mayoría de los cubanos, incrementando el riesgo de enfermedades crónicas y déficits nutricionales.
La exposición prolongada a una vida en crisis —como ocurre con la inseguridad alimentaria— impacta directamente el bienestar psicosocial. Entre las secuelas más graves se encuentran la ansiedad, la depresión, el aislamiento social, la pérdida de autoestima y el deterioro cognitivo. Estos efectos no solo afectan el presente de generaciones enteras de cubanos, sino que pueden transmitirse de forma intrafamiliar, condicionando las percepciones y actitudes de las generaciones futuras.
Vivir bajo inseguridad alimentaria no se limita a un malestar interno y transitorio: amplifica la intensidad emocional hasta detonar trastornos mentales persistentes, entre ellos el suicidio; que ha figurado históricamente entre las diez principales causas de muerte en Cuba. Aunque su incidencia se ha mantenido en un rango de 15% por cada 100 000 habitantes, en 1994 —uno de los años más críticos del Período Especial— se registraron 2 507 decesos. Ya comenzada la actual policrisis, esta tasa volvió a repuntar, con 1 548 muertes en 2020, casi un centenar más que el año anterior. En los cuatro años siguientes, municipios como Diez de Octubre —uno de los más poblados de la capital y del país— han registrado un incremento de 23 % en los casos de autolisis.
En “mejores” escenarios, las personas que atraviesa crisis repetidas buscan impulsivamente un alivio inmediato, gratificaciones instantáneas que las ayuden a enajenarse de la realidad circundante. Esta ha sido una respuesta recurrente ante cada período de crisis en Cuba. Durante la década de los 90, se agudizó el consumo de alcohol y medios de prensa estiman que 50% de la población consumía bebidas alcohólicas de forma frecuente; gran parte de estas, de producción casera y mal destiladas. Una década después, con condiciones de vida un poco más estables, este consumo se había reducido a apenas 7%.
Por otro lado, cuando los embates de la actual crisis comenzaron a sentirse con más claridad, el consumo de drogas caseras aumentó drásticamente; esta vez, con un contenido aún más peligroso que el alcohol casero y en un subgrupo poblacional más vulnerable. Según fuentes médicas oficiales, en un estudio realizado en 2023, 80% de los sujetos estudiados bajo la influencia de drogas sintéticas correspondía a edades entre 15 y 18 años, y 20% al rango de 12 a 14 años. Doce meses después, el Ministerio del Interior reportaba 83 casos relacionados con tráfico y consumo, mayormente de cannabinoides sintéticos, implicando a 51 jóvenes y 72 menores de edad.
Con hogares cada vez más reducidos, inseguros y precarios, y en medio de una grave crisis de fondo habitacional y de salud pública, el retroceso de programas sociales por parte del Estado muestra otro fenómeno que hereda en gran medida lo antes expuesto. Apenas existen estadísticas actualizadas sobre la mendicidad en el país: si cifras del Ministerio de Trabajo y Seguridad Social calculaban 3 690 personas en situación de indigencia hasta 2024, fuentes independientes estiman 1,2 millones de cubanos sin hogar lo que va de 2025, mientras aseguran que otros miles conviven en condiciones marginales y de hacinamiento.
Entre tanto, el discurso oficial ignora que la mendicidad es el resultado acumulativo de múltiples fallos estructurales (económicos, institucionales y sociales) que, en contextos de crisis prolongada, van erosionando las redes de sostén y empujando a sectores cada vez más amplios de la población hacia formas extremas de vulnerabilidad. En su defecto, las autoridades han optado por criminalizar a los cubanos en condición de calle, así como por utilizar eufemismos como “deambulantes”. Lo cierto es que son cada vez más las personas, sobre todo adultos mayores, que no deambulan pero que viven en la calle y pierden el conocimiento en la vía pública por inanición y otras condiciones.
Las crisis cíclicas tienen asimismo una naturaleza criminogénica. El deterioro de las condiciones socioeconómicas, del desempeño administrativo del Estado, del entorno sociocultural del individuo y de los sistemas de control, justicia y rehabilitación social ofrecen un espacio propicio para el aumento de la delincuencia y la criminalidad. La consecuencia en Cuba es evidente: según reportes del Observatorio Cubano de Auditoría Ciudadana (OCAC), en 2024 se contabilizaron 1 317 delitos, mostrando un incremento de 50% respecto al año anterior. El salto dramático de hasta 3 crímenes diarios contemplaba sobre todo asesinatos y agresiones, sobre todo vinculados a robos y asaltos respectivamente; fenómeno que ni siquiera los medios oficialistas han podido enmascarar ni ignorar.


Adaptación regresiva y otros mecanismos de sobrevivencia
Desde los años 90, la sociedad cubana se reinició en una compleja cultura colectiva de la supervivencia. Sin embargo, la desolación estructural, la segregación económica y el convencimiento de que no hubo esfuerzo suficiente para salir de la precariedad en esa década, sino que esta regresó de forma más profunda aún, dejan un panorama de profundo agotamiento y fragmentación social. Estas son marcas que se ven en los cuerpos, en las fachadas, pero también en las esperanzas y sueños fallidos.
Los efectos visibles de la crisis que hemos comentado son postales cotidianas que desbancan, en el subconsciente social, la anterior narrativa de solidaridad en la precariedad, asistida con suficiencia por el sistema de protección socialista. Sobre todo, es una de las lecciones más duras para varias generaciones de cubanos que no superan su decepción ante lo que viven.
En testimonios compilados por FMP se muestra el agotamiento y la anomia social de aquellos que han vivido ambas crisis y que ya no cuentan con recursos ni motivos para reponerse por segunda vez. Una cienfueguera de 48 años expone: “En el Período Especial no había casi nada, pero se entendían las cosas, había un sentido de pertenencia, todos estábamos igual […] ahora hay clases: el negociante, el dirigente, el que recibe dólares […] y el pueblo que trabaja, está el que vive de chequera, que tiene menos todavía, y otros casos”.
A otros entrevistados les asiste una conclusión más amarga, como la de un guantanamero de 64 años que afirma: “Siento que el país está más roto que nunca, que no hay ni ganas de seguir adelante. Antes al menos había un poco más de unión, de ganas de resolver, pero esto de ahora es como un vacío que te traga”. Esta es una opinión secundada por una habanera de 72 años, quien explica: “En los años 90 había solidaridad, nos ayudábamos más. Ahora todo el mundo está en lo suyo, buscando cómo resolver […] Es como si volver a la crisis nos hubiera hecho más miserables”.
Tanto los patrones socioeconómicos revisados como los testimonios compartidos muestran que, en contextos de crisis repetidas como el cubano, la acumulación de incertidumbre, privaciones y malestar social favorecen formas regresivas de organización, entre otras adaptaciones colectivas. Surgen mecanismos de supervivencia cada vez más distorsionados y fundados en la individualidad, el oportunismo y la naturalización de la miseria; se desarrolla una mentalidad de “presente perpetuo” que abandona la planificación a largo plazo en favor de decisiones de supervivencia inmediata. Esta adaptación resignada genera un pragmatismo ético extremo, a menudo justificando cualquier medio como válido para la supervivencia.
La somatización social de la crisis —que algunos expertos llaman “scarring colectivo”— no es solo un síntoma de desgaste, sino también un indicador de la profundidad estructural del colapso. La permanencia de este sistema disfuncional en la vida de los cubanos no es algo menor. Cuando esta dinámica es naturalizada y los que la viven aprenden a “autosostenerse” en ella, ninguna política pública será capaz —o estará interesada— en revertir sus efectos. La lección de la última década es clara: cuanto más se adaptan los ciudadanos a cada crisis, más duradero se vuelve el modelo que los margina. Cabe entonces repensarse la sostenibilidad de una vida dentro de una sociedad así fragmentada, sobre todo frente a los embates de las crisis por venir.
(Re)vivir la crisis en Cuba: anatomía de una sociedad fracturada