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TESTIMONIO
Subsistencia informal: el testimonio de una familia ante la crisis
En la Cuba contemporánea, la crisis económica y social ha llegado a un punto en el que la sobrevivencia cotidiana depende de estrategias informales y de la inserción en redes clandestinas de producción y abastecimiento. La precariedad de un sistema estatal incapaz de garantizar los insumos básicos obliga a miles de familias a moverse en un espacio de informalidad donde el riesgo, la inseguridad y la incertidumbre son moneda corriente.
El caso de una familia humilde dedicada clandestinamente a la elaboración de productos comestibles resulta representativo de esta realidad. Para iniciar el emprendimiento, se vieron forzados a contraer una deuda considerable con el fin de adquirir equipos criollos —hornos, estufas, bandejas y utensilios— vendidos a bajo precio por un emigrado que liquidaba su negocio. La apuesta implicó sacrificar múltiples necesidades cotidianas del hogar para costear la inversión inicial y la compra de materias primas.
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Los precios del mercado negro reflejan la dificultad de sostener siquiera una producción mínima: un jarro de harina de trigo cuesta unos 650 pesos, la libra de azúcar y sal supera los 500 y 600 pesos respectivamente, el aceite oscila entre 900 y 1.200 pesos, y un pomo de cinco litros de miel puede alcanzar los 1.500 pesos, siempre que se adquiera en cantidad. Estos insumos, desviados del sector estatal y revendidos en circuitos paralelos, constituyen la única vía posible para mantener la producción.
El trabajo se realiza en horarios nocturnos o de madrugada, tanto para evitar delaciones como para sortear los apagones programados que, en muchas ocasiones, arruinan tandas enteras de pan en pleno horneado. La producción se ajusta así a la disponibilidad irregular de energía, lo que genera un desgaste físico y psicológico adicional.
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La informalidad abarca también el transporte y la adquisición de insumos: cargar harina de trigo o azúcar es una operación clandestina que puede terminar en decomiso si intervienen las autoridades. Cada paso de la cadena productiva es, por tanto, una fuente potencial de pérdida y de amenaza.
En teoría, el Estado promueve la formalización de pequeños negocios bajo la figura de trabajadores por cuenta propia o MiPymes. Sin embargo, en la práctica este paso significa nuevas cargas impositivas en un contexto donde los insumos no están garantizados. Además, el vínculo con los inspectores suele estar atravesado por la extorsión: el control se convierte en oportunidad de soborno antes que en acompañamiento o facilitación. Para familias en precariedad extrema, formalizarse no resuelve el problema de los suministros y solo añade costos y riesgos.
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A todo ello se suma la incertidumbre cotidiana: no saber si al día siguiente se podrá conseguir harina o azúcar, perder la producción por un apagón, o vivir bajo la presión de deudas pendientes. Este estado de ansiedad permanente erosiona la armonía del hogar y refuerza la sensación de desesperanza frente a un sistema que no ofrece salidas.
Miles de familias en toda la isla dependen hoy de redes informales semejantes. El mercado negro se ha consolidado como un sistema paralelo que sostiene la vida cotidiana en ausencia de una distribución estatal eficaz. Paradójicamente, el Estado persigue estas iniciativas mientras se beneficia indirectamente de su existencia: la economía clandestina contiene el malestar social y retrasa un colapso mayor.
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La subsistencia informal debe entenderse, por tanto, como un síntoma estructural del fracaso del modelo colectivista. No se trata de emprendimientos en el sentido clásico, con planes de crecimiento o acumulación, sino de estrategias mínimas para garantizar la alimentación. En este contexto, la economía informal no es solo resistencia: es también una imposición del propio poder, que la tolera porque la considera preferible frente al riesgo de otro estallido social como el ocurrido el 11 de julio de 2021.
Lejos de ser una fase transitoria hacia un sistema más eficiente, la informalidad se ha convertido en la única alternativa funcional para miles de hogares y pequeños emprendedores. Su costo no es únicamente económico, sino también social y psicológico: deteriora la cohesión familiar, debilita la confianza en las instituciones y perpetúa un estado de incertidumbre que bloquea cualquier proyecto de futuro.
El testimonio de esta familia, obligada a trabajar en la clandestinidad, ilustra con nitidez la magnitud de la crisis: un modelo económico que desplaza el derecho a una vida digna hacia la mera sobrevivencia.