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TESTIMONIO

¿Amá, tú tienes corriente?

Luis es un padre soltero que vive en La Habana. Tiene dos hijos, un infante de casi 3 años y un adolescente de 16, que residen en la capital y en Mayabeque, respectivamente.

En cualquier lugar del mundo, ser un padre divorciado no tiene nada de particular. Basta con cumplir con la manutención y lo que haya dispuesto la corte en relación con los hijos, porque existe la seguridad de que los servicios básicos (agua, corriente, gas) están garantizados.

Sin embargo, en Cuba no es así. A Luis le ha salido una úlcera gastrointestinal debido a la preocupación constante por el bienestar de sus hijos.

Ahora mismo, el asunto que más le trae de cabeza son los cortes de energía. El ciclo de corriente donde vive su hijo mayor, en Mayabeque, es de 12 horas continuas de apagón por 4 horas con electricidad.

Para comenzar, el combustible con el que cuentan para cocinar en esa área es gas licuado y desde hace varios meses no lo distribuyen. Eso obliga a una dependencia de ollas arroceras y otros electrodomésticos para preparar la comida. Pero, ¿cómo cocinar con ollas eléctricas sin electricidad?

A veces puede comprar un saco de carbón, en 1 000 CUP, para que la madre de su hijo cocine en un fogón improvisado. No obstante, esto tiene varios inconvenientes: primero, el parque de cazuelas no está diseñado para cocinas de carbón; segundo, no siempre es posible conseguir carbón, mucho menos de calidad; tercero, hay que estar alerta, ya que los vendedores rellenan espacios del saco con papel para tener más ganancias a costa de la necesidad de la gente; cuarto, implica un gasto económico extra; quinto, la cocina no tiene ventilación suficiente para extraer el humo, que se concentra también en otras partes de la casa.

Queda siempre la opción de esperar a que llegue la corriente. Pero acogerse a esto significa tener que cocinar de madrugada muchas veces y cambiar por completo los horarios de comida; sin contar que no garantiza que, después de cocinada, se conserve lo suficiente para ser calentada al otro día para comer.

Esto, sin mencionar que no es la única tarea. La conexión de la corriente implica apurarse para poner los motores y turbinas, si es día de agua, para poder almacenarla. También hay que lavar, limpiar, fregar; cosas que no se pueden hacer sin el agua que llega mediante el bombeo eléctrico.

Con el hijo pequeño, las preocupaciones merman un poco, mas no desaparecen. El hecho de que viva en La Habana implica menos horas sin electricidad; pero un bebé tiene requerimientos diferentes a los de un adolescente.

Los cortes eléctricos en la capital coinciden casi siempre con los horarios de almuerzo y comida, por lo que cocinar resulta casi un milagro. Por otra parte, con los apagones tampoco se pueden utilizar otros electrodomésticos, como las batidoras, para hacer papillas u otros alimentos que necesiten ser triturados y que se suelen dar a los niños pequeños. En adición, resulta importante respetar los horarios de comidas de los infantes para su correcto desarrollo; algo que se vuelve complicado cuando el Gobierno no garantiza un servicio básico como la electricidad.

La situación con el agua es similar. Los apagones dificultan en demasía el abasto de agua. En casa del hijo pequeño de Luis, para poder llenar el tanque, tienen que esperar a que haya corriente con tal de conectar una turbina a una tubería que hala el agua desde la cuadra siguiente, ya que a la de ellos no entra. Y un infante requiere mayor cantidad de agua, pues es imprescindible también mantener higienizado su ambiente.

La diferencia entre los hijos de Luis es que el mayor es capaz de entender las consecuencias de la falta de corriente. Pero, ¿cómo le explicas a un niño de 3 años, con hambre, que su comida aún no está porque no hay electricidad? Mientras el adolescente repite con apatía en Mayabeque: “No hay luz”, el pequeño, cada vez que ve algo oscuro o apagado, pregunta con inocencia en La Habana: “¿se fue la luz?”.

Ya no son solo las implicaciones materiales derivadas de los apagones; Luis se preocupa por las consecuencias que a nivel psicológico están influyendo en sus hijos. Las carencias de su adolescente en Mayabeque han llevado a que este pierda interés por la escuela y piense todo el tiempo en emigrar de Cuba. El otro se asusta, sobre todo en las noches, cuando ve oscuridad en las calles o se apaga cualquier luz. Ninguno de los dos logra tener un sueño tranquilo a causa del calor y, a veces, del hambre.

Lo más curioso, y triste, si se quiere, es que los apagones no solo impactan psicológica y económicamente a quienes viven en Cuba.

Antonia tiene 3 años recién cumplidos. Hace más de 10 meses que vive en la Florida, con sus padres, gracias a una reclamación familiar. En Cuba, dejó a su abuela Cuca: la persona que más quiere.

Para esta niña, servicios básicos como agua, electricidad y combustible para cocinar, están asegurados. Ella se acuesta cada noche tras haber comido a su hora y no sufre los calores ni los mosquitos que aquejan a los niños en la mayor de las Antillas. Sin embargo, aún estando lejos, a Antonia la persigue el trauma de los apagones.

Su madre trata de llamar a Cuba todos los días para que Antonia pueda hablar con Cuca, pero no siempre hay corriente. Esto significa que, cuando cortan la electricidad, gran parte del país se queda también incomunicado, como si fuera una gigantesca zona de silencio. Por eso, cada vez que esta niña habla con su abuela, lo primero que hace es preguntarle: “Amá, ¿tú tienes corriente?”.

A sus escasos 3 años, Antonia, desde la Florida, sabe que la electricidad es vital para Cuca. En esta relación, los papeles están invertidos: no es una adulta, como Luis, quien se preocupa por las vicisitudes de un niño por falta de corriente; es una niña quien teme que su abuela se quede sin luz.

Historias como las de Luis se repiten hasta el cansancio en cada rincón de Cuba. Padres, madres, abuelos, abuelas, tíos, tías, viven pendientes de cuándo quitan y ponen la electricidad para cocinar, recoger agua, limpiar, lavar, conservar la poca comida que consiguen, incluso dormir. Se preocupan no solo por su sobrevivencia, como adultos; se vuelven locos, además, tratando de que los menores a su cargo tengan un desarrollo físico, psicológico y social adecuado en medio de la policrisis que aqueja al país.

En otros lugares del mundo, historias como las de Antonia también se repiten. La mayoría de los cubanos emigrados tratan de solventar las carencias de sus familiares en Cuba. Ante la desidia y la ineficiencia gubernamental para resolver la policrisis existente en el país desde hace años, envían plantas eléctricas, paneles solares, ventiladores y bombillos recargables, alimentos. Sienten su economía secuestrada por un Gobierno que ha delegado en ellos el bienestar de todo un pueblo; pero rebelarse contra eso puede significar la muerte de su familia.

Lo peor es la falta de perspectivas y mejoras en un futuro, ya sea mediato o a largo plazo. Por ahora, la úlcera de Luis seguirá creciendo, su hijo mayor dejará eventualmente la escuela y abandonará el país, y el pequeño crecerá con miedo a la oscuridad.

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