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TESTIMONIO

René, entre la pobreza extrema y la mendicidad: un rostro de la crisis estrutural

René trabaja todos los días sin importar las condiciones climáticas y es muy hábil en las labores que realiza. Él aprovecha el espacio circundante donde vive para usarlo de taller improvisado, cocinar y hacer sus necesidades. En el patio, donde puede trabajar, repara todo tipo de objetos reciclados, algunos para uso propio, otros para vender a bajo precio o intercambiar. Es un experto en el procesamiento de materia prima.

Cuando le aparece la oportunidad hace algún trabajito extra chapeando un patio o un jardín de vecino, entre otras cosas. Necesita el dinero, no puede permitirse el merecido descanso después de años de trabajo. Cocina lo que puede en su cocinita rústica de leña sin ser muy exigente, y realiza muchas de sus actividades diarias a la intemperie.  

Cocinar con leña diariamente presenta varios retos, sobre todo cuando llueve o hay mucho viento, o cuando no se encuentra la madera vieja, hasta eso escasea. Hay un número limitado de alimentos que se pueden hacer usando leña en un espacio como el suyo. Sin embargo, para una persona como él, un fogón de gas y una bombona con contrato con la Empresa de as Licuado (GPL) resultan inalcanzables. Sus precios en el mercado negro, que llegan a los 50 mil pesos o más, son igualmente impensables. Incluso el carbón es demasiado caro para permitírselo con frecuencia.

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René es dueño del espacio en que habita pero existe un grupo creciente de personas, en el cual abundan los hombres afrodescendientes adultos mayores, que ni siquiera tienen la posibilidad de realizar estas actividades de supervivencia en su propio espacio. Estos han tenido que ocupar lugares deshabitados en la ciudad, en busca de un asentamiento para realizar actividades informales, pactos en el mercado negro que les permitan recibir una remuneración básica con las cuales cubrir sus necesidades elementales de supervivencia. Estas ganancias son inconsistentes y esporádicas, lo que propicia un estado de vulnerabilidad psicológica y física prolongado afectando la calidad de vida y la estabilidad emocional.

A ello se suma el problema de la adquisición de alimentos y su conservación con medios rústicos.  Algunas personas entrevistadas que ocupan “ilegalmente” espacios vacíos y abandonados, no permitieron que se documentara gráficamente su situación por miedo de perder el lugar donde habitan. Lo único que los separa de la indigencia total es un techo.

En el lenguaje institucional local se les llama ocupas, pero entre la población se les califica con términos más despectivos como indigentes, mendigos y palestinos. Pan, arroz, yuca, sirope, miel y pastas blancas son los alimentos que casi invariablemente poseen estos individuos en su reserva cuando hemos intercambiado con ellos. Fuentes mínimas de carbohidratos sin nutrientes, pero económicos, de fácil distribución en el ahorro de cada día, pero sobre todo un poco más resistentes al calor de la isla que otros platos, debidamente condimentados, que se descomponen en menos tiempo. Por supuesto, no tienen acceso a agua potable ni poseen condiciones higiénicas elementales para conducir sus desechos. De hecho muy pocos poseen productos de aseo para mantener una básica higiene personal.  

Lo cierto es que el Estado no es capaz de cubrir la demanda de servicios de atención y ayuda que requieren estas personas y por tanto han sido abandonados a su suerte, creciendo visiblemente en número en la última década. En algunos casos estos ocupas encuentran cierto apoyo en las comunidades donde se establecen, siendo este el elemento que asegura su estancia prolongada en la comunidad; de no ser así deben trasladarse a otros lugares para asentarse o quedarse en un estatus de situación de calle de manera transitoria o permanente.

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El aumento de la indigencia en ciudades cabeceras, comienza a preocupar a los habitantes de las comunidades urbanas más cómodas, pues se observa que una gran cantidad de “deambulantes” tienden a ubicarse por largos periodos de tiempo en estas comunidades y se convierten a la larga, en otra “carga” económica para los vecinos que no siempre encuentran las vías para ofrecer las ayudas, siendo la provisión de alimentos la más demandada, pero también más compartida en una población enfrentando de forma extendida la inseguridad alimentaria.

Entre el 2014 y el 2023 el Ministerio del Trabajo y Seguridad Social reportó identificar 3 690 personas viviendo en la calle, dentro de los cuales el 61% eran adultos mayores de 60 años. En los dos últimos años esta situación no ha hecho más que empeorar. Sin embargo, no existe ninguna iniciativa gubernamental para dar respuesta al problema de los mal llamados ocupas y los deambulantes, ni siquiera los comedores sociales o comunitarios son suficientes para cubrir la demanda de alimentos de este sector de la población ni todas estas personas pueden entrar en el sistema.

Una visibilización realista de este tema, aunque urgente, es inexistente en el país. A ratos se romantiza, como en el caso de la reciente visita de autoridades a un hogar de ancianos en Santa Clara, modelo propagandístico para mostrar los servicios que ofrece el Estado para los adultos mayores sin residencia. A ratos la pobreza extrema se criminaliza, como dos entregas de abril de este año, del diario digital Cubadebate, donde se enjuiciaba moralmente a personas viviendo en la calle como una “conducta” y se revictimizaba buscando “discapacidades intelectuales” u otros “trastornos”, mientras en su ausencia, se esgrimía la postura “delictiva”. Entre la pobreza, la soledad, la condena oficial y la caridad social viven cubanos como René, un grupo cada vez más grande en la población del país.

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