Un día en la vida de Soledad: el abandono al adulto mayor en Cuba
Sole se levanta todos los días alrededor de las seis de la mañana, se prepara para el día y cuando puede saborea un café mientras supervisa sus plantas. Cuando no hay café, que es casi siempre, hace un té de las hojas del limonar de su patio. Soledad tiene 78 años y es pensionada. Luego de la bebida matutina sale a buscar el pan en las cercanías de su hogar a unas pocas cuadras del parque central de Guantánamo. En la panadería transcurre buena parte de su vida social, otros ancianos como ella se encuentran en “la tienda” e intercambian por un breve momento el “¿Cómo está tal cosa?” y su consecuente “Ahí tirando” de cada día. El pan es menos estable que el diálogo:
“Cuando no llega o su calidad es imperdonable vuelvo para la casa y hiervo un boniato o un cambute con un poquito de sal. Es un buen sustituto y me sostiene hasta el mediodía, pero yo prefiero el pan blanco con un poquito de mantequilla o pasta y un buen vaso de café con leche”.
Hace un buen tiempo que Soledad no se toma un buen vaso de café con leche. La última vez fue cuando enfermó de dengue y su nuera le acercó un termito al hospital. Ella tiene dos hijos y un nieto, todos viven en el centro también, pero “el ritmo de la vida y los problemas que no son pocos y todos tenemos” reducen las visitas a una vez cada dos o tres meses.
“Yo tengo una amiga que vive justo en la casa de al lado. A veces la visito en las tardes para rezar juntas y conversar un rato. Es la familia que me ha regalado Dios en la vejez. Mis hijos son adultos, ya están casados y entre el trabajo y las cosas de la vida apenas tienen tiempo para visitarme. Yo comprendo y trato de llamarlos en las mañanas después del desayuno, ellos también me llaman cada tres o cuatro días”.
Después de llamar a sus hijos Soledad prepara la comida del día de Lugel, el pastor alemán que le dejó su hijo mayor y le hace compañía. Ella manifiesta orgullosa que Lugel “come arroz, pan con caldo y todos los restos que voy recogiendo de mi propia comida y mis vecinos. No le hace ascos a nada”. También es tranquilo y tiene su lugar en la casa como animal de protección y afectivo.
Armada con su sombrilla y la bolsa de los mandados vuelve a la calle, esta vez para hacer algunas compras y diligencias diarias. Usualmente compra la ensalada, alguna vianda y dos o tres especias para hacer la comida del día. Sopesa con cuidado los precios y a veces encuentra alguna cosa que puede permitirse al margen de lo estrictamente necesario. Pasa también por la bodega, “por si ha entrado algo” y vuelve a casa casi siempre con alguna cosa sencilla para “resolver el día”.
“No puedo comprar por cantidades, tampoco pollo, huevos o cosas que se salgan de mi presupuesto. Trato de ajustarme todos los días más o menos a las mismas compras porque si no lo hago no me queda dinero luego para terminar el mes. Mi pensión es escasa y mis hijos me dan el dinero que pueden de vez en cuando”.
Una vez en casa Soledad se baña y dispone a hacer su comida más importante del día, el almuerzo. Ella domina el sazón preciso para darle “ese punto” a la calabaza y transforma el picadillo de pavo con “un toque de orégano y ají cachucha”. Cuando tiene pollo lo cuece y guarda el caldo para aprovecharlo en la tarde como sopa, cuando no siempre inventa alguna cosa “menos pesada” para la cena y concentra la mayor cantidad de recursos en un almuerzo “más contundente”.
“Nunca me ha faltado el plato de comida, gracias a Dios y a las personas que me ayudan. Mis hijos no pueden ayudarme mucho, pero mi vecina y su familia siempre se acuerdan de mí y hasta el carretonero de la equina me fía o me deja caer un cuarto de libra de más cada vez que le compro”.
A ella le gusta el pescado, pero suele almorzar frijoles con arroz, alguna vianda y siempre ensalada como le recomendó el médico. Este doctor le recomendó también guardar reposo y Sole lo cumple dentro de lo que puede, por eso duerme casi siempre un poco después de almorzar.
“Hace dos años sufrí un infarto cerebral grave y me recomendaron hacer mucho reposo, no abusar de andar en la calle ni hacer esfuerzo de ningún tipo. Yo trato de guardar reposo dentro de mis posibilidades, pero también debo ocuparme de las cosas de la casa, el patio, los mandados, el perro y todo lo necesario para la vida porque no tengo quien me ayude con esas cosas”.
Luego de la siesta y cada día antes de las 3, Soledad hace la Divina Misericordia, reza un rosario por quienes lo necesitan y si su salud se lo permite va a misa. Explica que su mayor fortaleza y consuelo es Dios. Su esposo fue un reconocido médico en Guantánamo y la gratitud de sus colegas y pacientes es una gran ayuda cuando Soledad enferma o está necesitada.
En la tarde suele comer temprano lo adelantado en el almuerzo. Sole fue ama de casa y dedicó su vida a apoyar la carrera de su esposo y cuidar de sus hijos. Su pensión de 1070 pesos cubanos no alcanza para pagar las cuentas y hacer dos comidas consistentes al día durante todo el mes. Pero ella tiene buena mano en la cocina y a cualquier caldo le saca partido.
En la tarde noche cierra bien toda la casa, sigue la novela cuando hay fluido eléctrico o se sienta un rato en la terraza a disfrutar de sus plantas. Hace treinta años soñaba con ver crecer a sus nietos, tomar vacaciones fuera de Guantánamo al menos una vez al año y cocinar los domingos para su familia luego de la iglesia. Ahora esos sueños pasan por una comprensión casi silenciosa.
“Antes de dormir doy gracias a Dios por estar viva mientras él así lo quiera. Pido por la paz en mi país, la felicidad de mis seres queridos y la tranquilidad. Espero que lo que estamos viviendo pase lo más rápido posible y que no haya la necesidad de marcharse lejos para poder vivir”.