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Silvia y sus hijas

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Imagen de referencia

Silvia tiene 60 años y vive en Bauta, provincia Artemisa, con sus dos hijas de 16 y 21 años. Las tres viven en lo que fue hace años una buena casa, pero que hoy, debido a la situación económica, presenta problemas estructurales y está falta de muchos arreglos.

Aunque ahora solo se tienen ellas tres, antes fueron una familia más numerosa. Sin embargo, el hermano menor de Silvia emigró de Cuba a finales de los años 90 para no volver y sus padres fueron enfermando y muriendo. El exesposo de Silvia, y padre de las niñas, las abandonó hace poco más de cinco años y desde entonces apenas ha tenido contactos con sus hijas, una menor de edad todavía. Tampoco se ha ocupado de ellas económicamente, excepto eventuales visitas donde deja una cantidad de dinero simbólica. Desde ese entonces, Silvia ha tenido que asumir sola la crianza de sus hijas.

La historia de vida de Silvia es la de cualquier mujer de su generación. En su adolescencia estuvo becada en escuelas “al campo” hasta que entró a la universidad. Como el país lo “necesitaba”, hicieron un llamado de jóvenes para estudiar ruso en la Unión Soviética y, a mediados de los años 80, muy joven aún, Silvia fue enviada a estudiar su carrera universitaria en la Europa del Este comunista.

A su regreso, fue colocada en una escuela, lejos de su casa, a impartir clases de ruso a funcionarios gubernamentales que se iban de misión para la URSS. Allí recibía muy poca remuneración económica, pero siempre trabajó incondicionalmente porque era lo que “le tocaba”. Poco tiempo después cayó el campo socialista y fue reubicada en una dependencia del Ministerio de Turismo, donde tuvo la oportunidad de conocer muchos países. Sin embargo, decidió en ese entonces, a pesar de la crisis del Período Especial, no emigrar de Cuba.

Algunos años después, su padre enfermó con Alzheimer, mal que lo fue deteriorando hasta morir en 2010. Desde entonces, la vida de Silvia cambiaría completamente. Tuvo que dejar el trabajo en el turismo y regresar a Bauta, donde fue ubicada en una plaza en la Casa de la Cultura municipal con un salario en ese entonces de 400 CUP, menos de 20 dólares en aquella época.

Silvia cuenta que pasaba mucho trabajo para conseguir los alimentos para su padre. Su salario apenas alcanzaba para final de mes; la jubilación de su padre era de 128 CUP, su esposo estaba sin trabajo y su hermano no podía ayudar mucho económicamente. Para sumar, su primera hija había nacido en 2002 y apenas tenía en ese entonces 5 o 6 años. Sin embargo, en ese momento la situación del país era distinta, las tiendas estaban un poco mejor surtidas y los productos subsidiados al menos eran más frecuentes y variados. No obstante, las proteínas en ocasiones escaseaban y era difícil alimentar a tantas personas.

En los siguientes años nació su segunda hija, su padre murió, su esposo se fue de la casa y su madre, muy anciana ya, también enfermó. Así fueron sobreviviendo hasta que llegó la pandemia de Covid-19 y todo cambió para Silvia.

La salud de su madre, en ese entonces de 88 años, empeoraría, requiriendo una atención médica que no tuvo la oportunidad de recibir por la crisis del sistema de salud que atravesaba el país en ese momento. Por otra parte, las tiendas se quedaron vacías y los precios del mercado negro aumentaron hasta valores que eran inaccesibles para ella.

Cuenta Silvia que algunas veces no sabía qué darle a su madre encamada. La única proteína que tenía era un paquete de pollo de 10 muslos que, con suerte, cogía una vez al mes. Diez muslos para 4 personas durante 30 días. En muchas ocasiones, Silvia comió arroz solo para poder priorizar la proteína a su madre. También comieron espaguetis sin salsa de tomate u otro agrego, solo la pasta blanca. Una vez cada 3 meses su hermano le ponía 50 MLC enuna tarjeta, con la cual ella trataba de comprar alimentos, pero no alcanzaba para casi nada y en las tiendas había muy pocas opciones económicas. En 2021, su madre falleció.

Hoy en día, la situación de Silvia sigue siendo muy precaria. Su hija menor cursa el preuniversitario. Lamentablemente, la niña tiene casi siempre que ir sin desayuno a la escuela; mucho menos tiene para merendar. Casi todos los recursos están reservados para almuerzo y comida. Silvia “inventa”, como la mayoría. Hace croquetas con pan viejo y algún sazón para darle algo de sabor. Los fines de semana los dedica a “cazar” ferias agropecuarias donde comprar alimentos un poco más baratos.

La hija mayor se vio obligada a abandonar su carrera en la Universidad de la Habana en el tercer año. El costo de los viajes era simplemente impagable y más de una vez se desmayó en el transporte público, tal vez por falta de una buena alimentación. Ahora ha rotado por una serie de trabajos en el sector privado sin mucho éxito: en una cafetería, de recepcionista, etc. Aunque no le pagan bien, gana más que Silvia y entre las dos se las arreglan como pueden para llegar al final de mes.

Silvia sigue trabajando para el Estado. Aunque añoraba jubilarse a los 60 años, dice que no puede, porque se moriría de hambre. Ella, quien le ha dado su vida al Estado cubano, quien ha cumplido con todo lo que se le ha pedido, apenas tiene para, como la gran mayoría, llegar al final de mes. Ha visto cómo su casa se va deteriorando, casi tan rápido como el país. Dice que se siente triste, traicionada.

Aunque Silvia nunca fue militante del Partido Comunista, es un producto de la Revolución, una de millones que nacieron y se formaron bajo promesas y valores que nunca se cumplieron; de quienes creyeron en un proyecto de país que nunca se materializó.

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