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Sobrevivir al margen: la historia de tres cubanos

07 de octubre de 2025

n la Cuba actual, la subsistencia depende en gran medida de la 

economía informal. Las carencias estructurales del sistema estatal, incapaz de garantizar alimentos, insumos o servicios básicos, han empujado a miles de familias a desplegar estrategias alternativas. Lo que antes podía verse como una práctica marginal, hoy constituye un mecanismo extendido y necesario para asegurar la vida cotidiana.

Prácticas disimuladas y negocios encubiertos operan al margen de la legalidad, dando espacio a “la búsqueda” ante la incertidumbre económica.  Para los protagonistas, no se trata de enriquecerse sino de sobrevivir a duras penas; no es una ganancia fácil, sino un camino sembrado de tiempo que no tienen, costos inflados, riesgos de penalización y constante amenaza de extorsión. A continuación, tres historias de vida que ilustran cómo distintas familias se sostienen desde la informalidad, enfrentando precariedad, temor y agotamiento.[1]

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Abdiel

Abdiel levantó con sus manos una casa de madera en las afueras de la ciudad, sin permisos ni documentos. Allí cría 17 cerdos, incluyendo tres puercas paridoras que sostienen la economía familiar. Según explica, todo su sistema de producción debe operar en la clandestinidad porque no tiene forma de legalizarlo. El Estado no le vende piensos u otros insumos al pequeño productor. Para él, la asociación formal a la ANAP no es más que una trampa burocrática para exprimir al campesino, por eso prefiere no integrarse a la institucionalidad que le ofrece desventajas en vez de incentivos. Los impuestos, asegura, son abusivos, y las inspecciones están diseñadas para “quitarte animales, herramientas o dinero con cualquier pretexto”.

Abdiel detalla algunos de los costos de su negocio: criar un cerdo de 50 días puede costarle entre 8 mil y 12 mil pesos en comidas y medicamentos y solo puede venderlo entre 10 mil y 20 mil pesos, dependiendo de la raza. En estos momentos alimenta a sus animales con sancocho, palmiche, yuca, boniato, pienso de pescado y todo lo que pueda conseguir. Además, tiene que invertir en Labiomed (vacuna) para desparasitar los animales y vitamina B-12 para fortalecerlos. Con esfuerzo, en cuatro a seis meses puede llevar un cerdo hasta las 180 libras, siempre y cuando la raza sea buena y aparezca la comida que es lo más difícil:

Todo, todo está perdido, tienes que andar atrás de la comida, a cualquier hora que te llamen porque a algún negociante se le echó a perder una cubeta de yogurt o una saca de harina por los apagones y así vas tirando (…) La yuca que se retira de la cosecha se muele y se seca, luego se cura con agua hasta que fermente y se le da también. En algunas fábricas te venden la cubeta de lodo (desecho industrial de alimentos mezclados con maicena y subproductos) a 200 pesos, cuando no tienes que darles, tienes que echarles eso (…) Tienes que cuidarte de los robos, poner luz en el patio, cercar con alambre de púas y mantenerte vigilando cuando hay una parida. Esto no es fácil, no duermes, no descansas y siempre estás atrás del animal… hay que cuidarlos porque de ahí comemos todos.

Renán

Renán hornea pizzas desde que tenía veinte años. Trabajó en varias pizzerías y restaurantes estatales donde aprendió y desarrolló el oficio. Hace diez años comenzó a trabajar privado, pero seguidamente lo vincularon a un caso local de corrupción y desvío de recursos en gastronomía, por comprar harina sin saber exactamente su procedencia, cosa que es la práctica cotidiana en la realidad cubana. Desde ese entonces no ha podido sacar una licencia para trabajar legalmente y debe producir de manera clandestina.

Renán tiene dos hornos, uno eléctrico y otro de carbón. Debe estar atento a la programación de cortes eléctricos que pueden sumar 8 horas consecutivas:

Si hay luz, me levanto a las 5 de la mañana y monto las pizzas desde esa hora para sacar la primera caja a eso de las 7. Si no hay luz, tengo que encender el carbón y toma todo más tiempo, a veces me levanto a las 4 o a las 3 de la madrugada.

Para Renán la materia prima para el horneo es el problema más grande. La salsa la preparan en la familia, pero la harina, la levadura, el aceite y el queso son productos de mayor trabajo para conseguir:

Las cosas se compran con puntos que uno tiene desde hace tiempo, el queso viene del campo, la levadura tienes que comprarla en la tienda de MLC o que alguien te la “resuelva” en una panadería. La harina sí hay que encargarla con antelación y cuando se pone muy cara tienes que parar o hacer otra cosa porque le sube mucho el precio a la pizza.

Mira, la harina, tú al final no puedes saber de dónde sale, porque las mipymes venden por cantidad, pero a mí no me es negocio porque se me puede echar a perder. Puedes comprar un saco algún día porque sabes que vas a vender bastante, pero lo normal es que compres lo que vas usando, entre 25 a 30.

Todo el mundo sabe que al final las cosas vienen del Estado, pero no le puedes preguntar a cada vendedor de donde sacó la harina o el aceite, tú me entiendes, si te pones a hacer eso no trabajas y te mueres de hambre, porque nadie te vende.

Aunque inseguro, Renán debe continuar en esta labor sin licencia, es lo que sabe hacer y no le dan otra opción para legalizarla:

Si tú te pones a trabajar bien y haces las cosas bien y aún así no te dejan avanzar ¿Cómo vas a hacer? (…) No hay nada que hacer, seguir calladito, trabajando por debajohasta que me den un chivatazo o me vuelvan a cerrar y después lo vuelvo a levantar todo.

Diana

Diana es doctora, pero a pesar de su carrera profesional mantiene un negocio ilegal para poder alimentar a sus padres. Ella se dedica a hacer croquetas para vender a domicilio pero no puede pagar una patente para una actividad que es temporal, casual y poco rentable. Para las croquetas, Diana compra la harina en el mercado negro, la sal y el aceite en los negocios privados. Usa para sazonar lo mismo que para la comida de la casa. Una amiga, que trabaja en un restaurante, le consigue hueso blanco para el caldo base. Antes de salir para el centro de salud donde trabaja, Diana adelanta la cocción de las croquetas que venderá luego:

 Pongo a hervir la sustancia con lo que tenga, a veces huesos de res, de pollo, de cerdo, cabeza de pescado… lo que tenga. Pongo la harina en el caldo base y dejo la masa a reposar hasta el mediodía cuando regreso a almorzar. Entonces la sobo bien para que coja aire y la dejo descansar otra vez para que la masa crezca algo. En la tarde, cuando llego del trabajo, hago las croquetas y las meto en un nailon de ocho en ocho. Esos paquetes valen 400 pesos y pico dependiendo de lo que sea el caldo. Mantengo todo limpio y fresco, nunca guardo de un día para otro porque pierden la forma o se echan a perder si no hay electricidad.

En el barrio todo el mundo le compra croquetas a la doctora y a pesar de que es querida y respetada Diana lamenta no ser quien quisiera:

Pierdo tiempo de estudiar, de mejorar, de divertirme también, con 28 años que tengo y yo sí no tengo más remedio, no tengo quien me ayude y tengo que mantener a mi mamá que es jubilada y su retiro no alcanza ni para el pan.

Los testimonios de Abdiel, Renán y Diana ilustran la realidad de las estrategias de sobrevivencia, que desgastan física y emocionalmente, sin horizonte de estabilidad ni mejora. Entre ellas, un productor clandestino de carne de cerdo que se desvela cuidando animales y buscando comida para ellos; un pizzero que hornea de madrugada con insumos del mercado negro para sostener a su familia; y una doctora que, antes de su jornada laboral, hace croquetas para vender en el barrio y así mantener a su madre jubilada. Tres historias distintas, atravesadas por un mismo denominador: la necesidad de sobrevivir en un país donde la creatividad y la autonomía malviven en la informalidad como única alternativa funcional.

 

[1] Todos los nombres han sido cambiados para proteger la identidad de los colaboradores.

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