La orden de barrer a los mendigos está dada
24 de julio de 2025
aría, la señora que duerme en el portal de la tienda, tiene ochenta
años. Al triunfo de la Revolución, era apenas una adolescente que, como muchos otros, confió en un proyecto que la traicionó.
Hija de un trabajador de un central azucarero y una ama de casa campesina, nació en medio del campo, en la región central de Cuba. Nunca tuvieron mucho, pero tampoco pasaron hambre. Incluso, ella y sus siete hermanos estudiaron la primaria en una escuelita rural, construida por Batista.
Cuando la Campaña de Alfabetización, María subió con 15 años a las montañas de la Sierra Maestra a enseñar a leer y a escribir a los guajiros de allí. Su experiencia nunca tuvo ese tinte rosa que el Gobierno se empeñó en hacer ver a las generaciones posteriores: el machismo era muy fuerte y los hombres de la zona muchas veces la consideraron “una cualquiera”, porque las niñas respetables a su edad “no andaban solas ni en pantalón entre tanto macho”.
No obstante, María respondió al llamado de la Revolución cuando esta necesitó maestros voluntarios, prometiéndoles que luego podrían estudiar la carrera que quisiesen. Sin embargo, no fue así y, aunque ella no soñaba con ser maestra, terminó estudiando Magisterio.
En total, María dedicó más de treinta años a la docencia. Dio clases en primarias, secundarias, escuelas vocacionales. Enseñó a campesinos, hijos de campesinos, dirigentes, artistas, deportistas. Con una carga docente de hasta más de cuarenta horas semanales, estuvo en las aulas hasta que, a finales de los años 80, le descubrieron un cáncer de mama.
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A inicios del Período Especial, María tuvo que ser sometida a una mastectomía radical. Pero el seno no fue lo único que perdió. Debido al estado delicado de salud en que quedó después de la operación, fue jubilada por peritaje con 130 pesos cubanos y, desde entonces, siempre ha tenido la pensión mínima.
En aquel entonces, María vivía con su hermano. Se había dedicado a tiempo completo a la docencia y a las tareas de la Revolución, y no había alcanzado a formar una familia propia.
En la década de los noventa, durante el Período Especial, la crisis que atravesó al país arrojó a millones de cubanos a la pobreza. El Gobierno dolarizó parcialmente la economía, abriendo las tiendas de comida y otros bienes de consumo en dólares. Por esos años, 1 USD llegó a promediar los 150 CUP. La jubilación de María no llegaba ni a un dólar.
Los productos que se compraban a través de la libreta de abastecimiento comenzaron a disminuir drásticamente a la par que aumentaban los precios de los alimentos y las colas para conseguirlos. Los 130 pesos que María cobraba mensualmente no solo dejaron de alcanzarle para todo, es que ya no le alcanzaron para nada.
Su hermano, siguiendo los pasos de su padre, había decidido trabajar en un central azucarero. Pero la crisis del Período Especial abarcó todos los sectores. Primeramente, pusieron un tanque con alcohol a la entrada del central, para que los trabajadores se metieran un cañangazo nada más entrar a su jornada laboral y pasaran el resto del día anestesiados. El Gobierno fomentaba el alcoholismo, al más puro estilo de los antiguos países socialistas, para que la gente no pensara, no sintiera el hambre.


Para cuando cerraron el central y dejaron “disponibles” a los empleados, ya su hermano se había vuelto alcohólico. El pobre, se suicidó unos pocos años después, con alcohol de madera. María siempre dice que su hermano no murió, sino que el Gobierno fue quien lo mató.
Entretanto, su situación era crítica. Casi recién operada, debía mantener una dieta lo más completa y saludable posible. Pero, ¿cómo?, si el Gobierno y el Estado cubanos habían comenzado a darle la espalda, aunque ella les había dedicado su vida entera.
Sin poder regresar a las aulas, María comenzó a acompañar a un vecino suyo, ciego, que tenía licencia de merolico. Caminaban cerca de tres kilómetros cada día, hasta sentarse en el muro de la Ceguera, como se conoce en La Habana al Hospital Oftalmológico Pando Ferrer. Allí desplegaban su mercancía: aretes, cadenitas de fantasía mala, estropajos naturales; lo que pudieran conseguir para vender. Ella lo ayudaba a sortear los obstáculos en el camino y, sobre todo, a vigilar que nadie se aprovechara de su ceguera para robarle o estafarlo con los pagos. Así, todos los días, desde las diez de la mañana hasta las seis de la tarde, cuando caminaban de vuelta los mismos tres kilómetros hasta la casa, María y el ciego pasaron cuatro años.
No es el que trabajo con ese señor le reportara mucho; pero al menos eran 300 pesos más al mes. Ya con 430 CUP, María podía alimentarse un poco más y mejor; paso importante para su remisión clínica.
Desde esa época, en que tuvo que arreglárselas por sí sola, María comprendió que ni el Gobierno ni las instituciones de ayuda estatales estarían disponibles para ella.
Las cosas empeoraron cuando el cuartico donde vivía se derrumbó junto con el resto del solar. En ese momento, María quedó sin nada, sus pocas pertenencias habían quedado sepultadas bajo los escombros, sin vestigios de recuperación.


Asistencia Social, entonces, la colocó en un albergue, junto con otras decenas de personas en igual situación. Allí, María siguió sin tener nada: para comer, tenía que asistir a los comedores SAF (Sistema de Ayuda a la Familia). Encima, estaba hacinada con los demás albergados.
El hecho de haber sido retirada por peritaje médico no le permitía que pudiera contratarse en trabajos estatales. Por otra parte, aunque ya había sido dada de alta en el Oncológico, su vida había quedado limitada físicamente para trabajos que requirieran determinados esfuerzos físicos.
Poco a poco, la falta de ingresos adicionales a su jubilación, el encarecimiento de la vida, la agudización de la policrisis estructural en el país y la desatención estatal, junto con el pasar de los años, la fueron empujando a buscar métodos de subsistencia marginales.
María empezó a desplazarse a barrios como El Vedado o Miramar, llenos de embajadas y firmas extranjeras, donde el estándar de vida era un poco más alto. Los latones de basura de esos lugares solían tener cosas en mejor estado, botellas plásticas y latas de aluminio que se podían vender como recicladas.
De esta manera, María pasó a ser “buza”, como empezaron a decirle a quienes se sumergían en los tanques de basura buscando desde comida hasta ropas viejas. No era un trabajo que le agradase. Por más que el barrio fuera refinado, la basura siempre olía a basura. Sin contar con que estaba expuesta a contagiarse, mínimo, con leptospirosis.


Lamentablemente, María no era la única “buza” en la ciudad. Miles de cubanos habían terminado revolviendo las basuras ajenas, en una cruel competencia por la subsistencia propia e incluso por la de hijos y padres.
Con ese trabajo, su ropa se ensuciaba a menudo. Pero en el albergue era frecuente la falta de agua, así que no podía lavar la ropa ni bañarse a diario. María comenzó a oler mal, como si ella misma fuera basura. Los demás empezaron a marginarla, a tildarla de loca. No le quedó más remedio que escapar de allí para poder tener al menos un poco de paz.
Así, María, que había ido a alfabetizar a la Sierra, que había sido maestra, merolica y buza, terminó en la calle. Por el día, revolvía los latones; por las noches, dormía en los parques o en algún portal. Nadie quería mirarla; nadie quería ocuparse de ella; ni siquiera el cacareado proyecto social al que le había dedicado su vida.
La Revolución, repetía una y otra vez, había matado a su hermano y convertido a ella en pordiosera. Sin embargo, María tuvo que escuchar en los comentarios en la calle cómo la ministra de Trabajo y Seguridad Social, una tal Marta Elena Feitó, había dicho por televisión nacional que en Cuba no había mendigos, ni pordioseros; que las personas en situación similar a la de ella no eran más que disfrazados y deshonestos que no querían pagar impuestos al Estado porque lo cogían para alcoholizarse; y que a nadie, pero a nadie, se le ocurriera bajar la ventanilla de los carros cuando viera a gente así.


María no está loca. La loca es la Ministra, que se niega a ver a los miles de personas que bucean en los tanques, que piden dinero en las calles, que no tienen familias ni asistencia social, que ni siquiera ingresan en asilos ni instituciones de sanidad mental.
La loca es la Ministra, que piensa que un anciano puede vivir con 1 528 pesos cubanos que, cuando mucho, le alcanza para comprar un kilogramo de arroz y diez huevos al mes. Eso, suponiendo que tengan casa y agua y corriente y combustible para cocinar y refrigerar la comida que puedan mendigar.
La loca es la Ministra, que, convenientemente, olvidó que cerca del cuarenta por ciento de los retirados en Cuba cobran la jubilación mínima. Y que otros muchos, aunque reciban un poquito más, tampoco pueden llevar una vida digna en su vejez, tras haber trabajado una vida entera por la Revolución.
Pero la gente le dice a María que no se preocupe, que tras el problema con la ministra de Trabajo y Seguridad Social el Gobierno se había sensibilizado e iba a aumentar las pensiones. En poco tiempo, ese casi cuarenta por ciento, del cual ella forma parte, va a cobrar el doble: unos 3 000 pesos; que ni siquiera le alcanza para tomar un vaso de leche o comer un huevo diario, mucho menos un mísero muslo de pollo.
Este aumento en las pensiones que el Gobierno cacarea como un logro social, María lo ve como otro capítulo más a la traición que siente. No es favor ni lástima ni empatía hacia los pensionados sociales y jubilados; es un derecho que debieron tener desde el primer momento. Para ella, 1 500 pesos más ya no representan nada en el pozo de miseria en que viven al igual que otros muchos. Como mismo sus 130 pesos no significaban nada en los años 90; los futuros 3 000 pesos tampoco le alcanzarán para comer ni para tener de vuelta un techo decente.


De hecho, cuestiona el valor de ese aumento si no se eliminan la inflación, las malas políticas económicas, la economía centralizada, los precios abusivos, la dolarización, las inversiones en los sectores equivocados, la migración, las causas del envejecimiento poblacional. Si el discurso oficial sigue negándola a ella y a los otros miles como ella, a quienes, cuando más, los llama deambulantes; como si por voluntad propia quisieran estar bajo el sol, el calor, el frío, el sereno, sentados en un banco duro o acostados en un piso más duro aún, compartiendo espacio con cucarachas y ratones, en aumento desde que Comunales no recoge la basura de las calles por falta de combustible.
Si la Ministra hubiera ido a hablar con María, ella le hubiera contado su historia. Le hubiera presentado a los otros mendigos y buzos de su zona para que, a su vez, ellos le hubieran contado también sus historias. Tal vez, quién sabe, alguien allá arriba, en el poder, hubiera comenzado a notarlos. Tal vez, quién sabe, alguien allá arriba en el poder dejaría de barrerlos debajo de la alfombra, como la basura que se esconde cuando llega visita.
Sin embargo, con ocho décadas en sus costillas, María ya no guarda esperanzas. Tristemente, ya ni en los latones de basura encuentra con qué subsistir. Solo le queda arrastrar por toda la ciudad un saco viejo de papas, donde guarda lo que encuentra en la basura, y los cartones que le sirven de colchón en los parques y portales, hasta el día en que ya no abra más los ojos.