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La ilusión de la unidad: folclor y miseria en la Cuba homogénea

03 de octubre de 2024

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a historia de la Torre de Babel, más que un mito sobre el 

castigo divino, es una advertencia sobre los peligros de la homogeneización. Según la narrativa bíblica, los hombres, hablando una sola lengua y persiguiendo un único objetivo, se propusieron construir una torre que alcanzara el cielo, como símbolo de su ambición de dominio y control absoluto. En respuesta, Dios dispersó a la humanidad, confundió sus lenguas y les impuso la diferencia como una condición inevitable. La lección es clara: la diversidad no solo es inevitable, sino que es necesaria para preservar la libertad y evitar la tiranía de una única visión del mundo. En la Cuba actual, vemos una versión moderna de esa torre. La búsqueda de un proyecto homogéneo, bajo la dirección de un solo partido, ha transformado el país en un experimento fallido de uniformidad, donde la supresión de la diferencia ha dado lugar a la miseria, al estancamiento y a la opresión.

Hannah Arendt, en su análisis del totalitarismo, comprendió que la pluralidad es el cimiento de la vida política y la condición indispensable de la libertad. Sin un espacio donde diferentes ideas, voces y perspectivas puedan coexistir y competir, la libertad es imposible. En Cuba, sin embargo, el régimen ha borrado intencionalmente esta pluralidad.

Desde la Revolución, se ha erigido una estructura de poder que suprime cualquier forma de disidencia, ya sea política, económica o cultural. El resultado es una nación donde la diversidad ha sido reemplazada por un monólogo oficial, un discurso único que no permite el surgimiento de alternativas. La represión del pensamiento crítico no solo garantiza el control del régimen sobre el presente, sino también cierra las puertas al futuro. Cuando todas las voces son uniformes, el progreso se detiene. La Cuba de hoy es la manifestación más clara de cómo la homogenización cultural y política destruye el dinamismo que impulsa a las sociedades a mejorar.

Chantal Delsol, por su parte, ha argumentado que la diversidad cultural no es solo un hecho, sino una necesidad para la evolución de cualquier sociedad. En su crítica a las ideologías totalitarias, advierte sobre los peligros de imponer una única visión del mundo. Las sociedades que intentan eliminar las diferencias, que buscan una unidad perfecta, se encaminan inevitablemente hacia la decadencia.

Cuba, en su obsesión por mantener un control absoluto sobre todos los aspectos de la vida, ha destruido las estructuras que permiten la competencia de ideas y la aparición de nuevas soluciones. La economía cubana, que hace mucho tiempo fue un motor de progreso en la región, ahora es un ejemplo patético de cómo la centralización y el control estatal ahogan la iniciativa privada y la innovación. El reciente colapso de la producción de leche y la dependencia cada vez mayor de productos importados son solo dos síntomas de un sistema que, al rechazar la diversidad interna, ha condenado a su población a la pobreza y la desesperanza.

La diversidad cultural y económica no es un lujo; es la base de cualquier sociedad que aspire a desarrollarse y prosperar. Cuando las ideas y las formas de vida se multiplican, se reconocen y se respetan las diferencias, una sociedad se vuelve más rica no solo en términos económicos, sino también intelectual y espiritual.

Sin embargo, en Cuba, la diversidad ha sido vista como una amenaza desde el comienzo de la Revolución. El régimen ha optado por una visión estrecha y controlada, en la que todo debe ajustarse a los parámetros ideológicos del Estado. En este entorno no hay lugar para la innovación, la disidencia ni la crítica. El resultado es un país estancado, incapaz de adaptarse a los desafíos del siglo XXI, atrapado en una lógica que privilegia el control sobre el bienestar.

Una idea poderosa de Chantal Delsol que podemos aplicar a Cuba es su análisis del folclor como herramienta de control, donde la cultura se reduce a manifestaciones superficiales. Según Delsol, en muchos regímenes autoritarios el Estado permite ciertas expresiones culturales (rituales, tradiciones o festividades) siempre y cuando no se amenace el orden establecido. Estas expresiones folclóricas se convierten en caricaturas de una identidad controlada, restringidas a lo decorativo y vacías de contenido crítico o subversivo. El verdadero significado cultural es suprimido, diluyendo la diversidad en una simulación. En Cuba, el régimen ha permitido manifestaciones folclóricas que sirven para construir una imagen de identidad nacional manipulada, mientras se aplastan las voces que podrían usar esa misma cultura como plataforma de crítica.

En manos del Estado cubano, el folclor es instrumentalizado para proyectar una imagen de unidad cultural hacia el exterior, cuando en realidad aplasta cualquier forma de disenso. Tradiciones, festividades y símbolos culturales que no desafían el poder se presentan como muestras de la fortaleza de un pueblo resistente; pero, en la práctica, son expresiones controladas que ocultan las verdaderas tensiones y carencias que vive la población. La cultura, en lugar de ser un espacio de pluralidad, se convierte en un elemento más del aparato de control estatal.

Este vaciamiento cultural se complementa con otro fenómeno aún más corrosivo: la romantización de la pobreza. En Cuba, el régimen ha construido un relato en el que las privaciones económicas se presentan como un sacrificio noble, una parte del orgullo revolucionario. Las carencias materiales no son tratadas como el fracaso del sistema, sino como una demostración de resistencia heroica. La falta crónica de alimentos y bienes básicos es disfrazada como un emblema de la dignidad del pueblo cubano, que, según el discurso oficial, soporta estas privaciones por una causa superior.

Este relato se entrelaza con la representación del folclor cubano. Al presentar un teatro cultural en el que la pobreza se romantiza y la cultura se reduce a símbolos inofensivos, el Gobierno asegura que la miseria se vea como una parte inherente de la vida cubana, algo casi admirable. La pobreza, lejos de ser criticada o combatida, se glorifica como una virtud, mientras el sistema permanece intacto. Bajo esta visión, el pueblo cubano es atrapado en una trampa doble: su identidad se reduce a manifestaciones controladas, mientras se les priva de las condiciones materiales necesarias para prosperar.

La instrumentalización de la cultura y la romantización de la pobreza son formas de asegurar que no haya cuestionamientos. Al vestir la miseria con un manto de orgullo nacional, el gobierno cubano justifica la opresión, despojando a su pueblo de aspiraciones legítimas de mejora. Se niega la posibilidad de reconocer que la pobreza no es una virtud, sino el resultado de un sistema fallido. Al mismo tiempo, la cultura se convierte en una herramienta de manipulación, más que en un espacio de verdadera diversidad. Este ciclo perpetúa el estancamiento, donde la pobreza y la falta de pluralidad cultural se entrelazan para mantener el control absoluto del Estado.

En lugar de temer la pluralidad, el régimen debería abrazarla. La diversidad cultural, política y económica es la única vía hacia un desarrollo sostenible y una verdadera libertad. Las naciones que han reconocido este principio han logrado salir de crisis similares. El régimen, temeroso de perder el control, mantiene a la población cubana en una torre de homogeneidad que, lejos de llevarla al cielo, la deja anclada en ciclos de escasez y represión, de desabastecimiento y carencias, en la miseria y la desesperación. La población cubana, diversa a pesar de esa uniformidad forzada y libre no obstante su cautiverio, mantiene la esperanza de poder reconocer al otro, de reconocerse a sí misma; mantiene viva la cubanidad y la identidad que no conoce límite ni freno institucional alguno.

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