El abandono estatal acrecienta el hambre en Cuba
10 de junio de 2025
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n la Cuba de 2025, la crisis alimentaria trasciende la mera escasez
de recursos y se ha convertido en un fenómeno estructural que socava la dignidad humana. Quizás para un extranjero, imaginar Cuba puede evocar imágenes de autos antiguos, música vintage y una historia de resistencia frente a adversidades. Pero detrás de esa postal turística hay una realidad que hiere el alma: el hambre que carcome a un pueblo atrapado en una crisis alimentaria, resultado de un abandono estatal sistemático.
La libreta de abastecimiento como bandera de la decadencia
En este sentido, la lucha por la supervivencia se extiende desde los pueblos del interior hasta las cabeceras provinciales, hombres, mujeres y ancianos enfrentan una lucha diaria por acceder a alimentos básicos como arroz, frijoles, aceite o carne. En colas, que a menudo comienzan antes del amanecer y se prolongan bajo el sol abrasador del mediodía, millares de cubanos apelan a un mercado informal no institucionalizado y pobremente surtido. Dicho mecanismo es la consecuencia directa de la delegación de responsabilidades del Estado, el cual ha acaparado históricamente el monopolio de la venta de productos alimenticios básicos. De ahí que la libreta de abastecimiento —instaurada en 1962 como un pilar del modelo socialista cubano para garantizar una distribución equitativa de alimentos— se haya reducido a un mecanismo insuficiente, incapaz de satisfacer las necesidades mínimas de una población agotada por décadas de carencias.
La libreta, diseñada originalmente como un mecanismo de justicia social para distribuir productos básicos a precios subsidiados, proporciona cantidades mínimas que no satisfacen las necesidades nutricionales de una familia promedio. Por ejemplo, un hogar de cuatro personas puede recibir cerca de 4 kilogramos de arroz, 2 kilogramos de frijoles, 2 litros de aceite y pequeñas porciones de carne o pollo al mes; esto apenas cubre 20-30% de las calorías diarias recomendadas por la OMS. La distribución es irregular: los productos no siempre están disponibles y los retrasos en la entrega son comunes, retardándose por varios meses.
Para los cubanos, la libreta de abastecimiento es hoy un símbolo de frustración y desencanto, una reliquia que no cumple con las expectativas que alguna vez inspiró. El estado de opinión generalizado es que lo recibido por este medio no alcanza ni para una semana a ritmo de dos comidas al día, lo que obliga a los ciudadanos a recurrir al mercado informal, donde los precios son prohibitivos para el salario promedio. Las expresiones más repetidas —según un análisis preliminar para la redacción de este artículo— son: “la libreta es una burla”, “antes era una garantía, ahora es una limosna que llega cuando le da la gana”. Según datos de Food Monitor Program (2024), la percepción colectiva es que el sistema resulta insuficiente y representa una desconexión del Gobierno con las necesidades reales del pueblo. Dichos factores contribuyen a un sentimiento de impotencia para quienes no ven una salida inmediata a esta crisis, producto de décadas de decisiones políticas que han desatendido las necesidades básicas de la población.


Los centros estudiantiles, víctimas del abandono
Más allá de los elementos externos, como el embargo económico impuesto por Estados Unidos desde 1962 o los huracanes que azotan regularmente la Isla, la raíz de esta crisis radica en un abandono estatal que ha dejado al pueblo cubano librando una batalla desigual contra el hambre. Esto se manifiesta con especial impacto en las instituciones educativas, como universidades y escuelas con residencias estudiantiles, donde la comida es tan escasa y de tan baja calidad que roza lo inmoral e inhumano. En Cuba, las escuelas y universidades con régimen de internado son espacios donde miles de estudiantes —sobre todo aquellos en zonas rurales o de bajos recursos— dependen del Estado para su alimentación. Estos jóvenes, muchos de los cuales dejan sus hogares para perseguir una educación que promete movilidad social, se encuentran atrapados en un sistema que les niega lo más básico: una comida digna.
En lugar de recibir alimentos nutritivos que les permitan concentrarse en sus estudios, enfrentan raciones mínimas, a menudo mal preparadas o en mal estado, que no cumplen con los estándares mínimos de calidad. En la Universidad de Oriente, en Santiago de Cuba, por ejemplo, los estudiantes reportan que las condiciones siempre han sido bastante malas, pero últimamente han empeorado mucho; al punto de que les han llegado a dar solo medio vaso de té en el desayuno. La comida de todos los días es un poco de arroz mal cocinado y chícharos duros.
La situación en las escuelas secundarias y preuniversitarias con becas, donde los estudiantes son aún más jóvenes y vulnerables, es también alarmante. En estas instituciones, los adolescentes, muchos de entre 12 y 17 años, dependen de los comedores escolares para su sustento, ya que sus familias, a menudo en áreas rurales remotas, no tienen los medios suficientes para enviarles alimentos. Sin embargo, encuentran una dieta monótona y deficiente que no satisface sus necesidades nutricionales. La escasez es tal, que muchos estudiantes sufren mareos y dejan de asistir a las aulas por falta de desayuno, lo que afecta su rendimiento académico y su salud física y mental. Las imágenes recientemente difundidas por el periodista Yosmany Mayeta, que muestra el almuerzo servido a los niños del seminternado Don Bosco, en Santiago de Cuba, es un devastador símbolo del abandono estatal.
Testimonios de estudiantes de preuniversitarios en el campo —conocidos también como “escuelas en el campo”— describen comidas que incluyen arroz con insectos o sopas tan diluidas que apenas tienen sabor. La falta de higiene en la preparación, sumada a la escasez de ingredientes, hace que las raciones sean insuficientes y a veces incomestibles. Esta realidad conlleva a muchos a buscar alternativas fuera de las escuelas, a menudo recurriendo a la calle, donde compran comida en puestos informales con el poco dinero que tienen o pidiéndola prestada a compañeros más afortunados. Otros, los que pueden, cocinan en casas particulares cercanas, con fogones improvisados o compartiendo gastos con amigos para preparar algo tan simple como un plato de arroz o una sopa.
El impacto de esta crisis alimentaria en las instituciones educativas trasciende lo físico y se clava en el espíritu de los estudiantes. Es importante entender que, en Cuba, la educación ha sido históricamente un símbolo de orgullo nacional, un derecho gratuito que simbolizaba el compromiso del Estado con su pueblo. Sin embargo, cuando los estudiantes enfrentan a diario el hambre, esa promesa se siente como una burla. La desnutrición, la fatiga y la frustración afectan su capacidad de aprender, de soñar, de imaginar un futuro en el que puedan contribuir al país. Muchos jóvenes, desilusionados, abandonan sus estudios o emigran en busca de mejores condiciones, en lo que es una pérdida irreparable para Cuba. La indignación crece al saber que, mientras ellos luchan por un plato de comida, los comedores de las sedes políticas ofrecen abundancia.
En eventos financiados por el Gobierno es común que se sirvan distintas carnes, ensaladas frescas y bebidas frías; alimentos que son un lujo inalcanzable para la mayoría. Esta opulencia, en un país donde 96,91% de la población reporta dificultades para acceder a alimentos, según Food Monitor Program, es un acto de inmoralidad que pone en evidencia la hipocresía de un sistema que proclama la igualdad mientras perpetúa privilegios. Para muchos padres, duele imaginar a un estudiante con el estómago vacío, sabiendo que, a pocos kilómetros, en una oficina estatal, los líderes comen sin restricciones. Este contraste fomenta el resentimiento; destruye la fe en un proyecto social que, en teoría, debería proteger a los más jóvenes y vulnerables. La crisis alimentaria en las escuelas y universidades cubanas escapa de ser solo un problema logístico; es una traición ética, una prueba de que el abandono estatal alcanza incluso a quienes representan la esperanza de un país.


Uso de la agricultura como chivo expiatorio
En 2025, los desafíos persisten, agravados por una combinación de factores estructurales y coyunturales. Cuba importa entre 70% y 80% de los alimentos que consume, una dependencia que agota las reservas de divisas en un contexto de sanciones internacionales, una economía interna debilitada y una infraestructura agrícola deteriorada. Los huracanes, que con frecuencia golpean el país debido a su ubicación geográfica en el Caribe, destruyen cosechas y perturban las cadenas de suministro; pero no son la causa principal de la crisis. La agricultura cubana, históricamente un pilar económico gracias a cultivos como la caña de azúcar, el tabaco y los cítricos, enfrenta una parálisis estructural: la falta de insumos, la obsolescencia tecnológica y un modelo de planificación centralizada que desincentiva la producción han reducido la capacidad del sector para satisfacer las necesidades internas.
Este panorama hace que el abandono estatal se manifieste de manera particularmente aguda en la ineficacia de las políticas destinadas a revitalizar la producción agrícola; un sector que debería ser la columna vertebral de la seguridad alimentaria en un país con tierras fértiles y un clima propicio para el cultivo. Los campesinos cubanos, que representan una fuerza vital en la economía rural, enfrentan obstáculos transversales que limitan su capacidad de producción. La falta de acceso a insumos esenciales, como fertilizantes, pesticidas, semillas de calidad, herramientas modernas y combustible, es un problema endémico. Según un informe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) (2021), la agricultura cubana opera con tecnología obsoleta, con tractores y equipos que datan de la era soviética, y que, en muchos casos, están fuera de servicio por falta de repuestos. Los campesinos dependen en gran medida de métodos manuales, como el uso de bueyes para arar la tierra, lo que reduce significativamente la productividad. Además, el sistema de acopio estatal, mediante el cual los productores deben vender una parte significativa de sus cosechas al Gobierno a precios regulados, desincentiva la inversión y el esfuerzo. Estos precios, que a menudo no cubren los costos de producción, contrastan con los márgenes más altos del mercado negro, donde los campesinos pueden obtener ingresos superiores, pero a riesgo de sanciones legales. La burocracia agrava esta situación: conseguir permisos para cultivar ciertas tierras, acceder a créditos o comercializar productos de manera independiente requiere trámites prolongados que desmotivan a los productores.
Por ejemplo, un campesino que desee vender directamente sus productos en un mercado local debe sortear múltiples regulaciones, incluyendo inspecciones estatales y restricciones sobre los precios, lo que limita su autonomía y rentabilidad. Esta falta de incentivos perpetúa la baja productividad agrícola.
Por otra parte, la dependencia de importaciones, que consumen recursos escasos y agravan la vulnerabilidad económica del país, es la salida “sencilla” del Gobierno a la escasa productividad. Esto es fruto de la propia incapacidad del Estado para modernizar el sector agrícola y apoyar a los productores, lo que tiene consecuencias directas en la mesa de los cubanos.


Con las tiendas de divisas, se dejó el pueblo a su suerte
La introducción en 2019 de las tiendas en moneda libremente convertible (MLC), que operan exclusivamente en dólares estadounidenses u otras divisas extranjeras, ha exacerbado las desigualdades sociales. Estas tiendas, así como las más recientes con pago directo en dólares, son gestionadas por el Estado a través de empresas como CIMEX y otras corporaciones militares, y ofrecen productos de mayor calidad (carne, lácteos, alimentos procesados y productos de higiene) que no están disponibles en los mercados en pesos cubanos. Sin embargo, su acceso está restringido a quienes reciben remesas del exterior, trabajan en sectores privilegiados como el turismo o tienen conexiones en el mercado negro de divisas.
Dado que el salario promedio en 2024, de 5 839 CUP mensuales según la Oficina Nacional de Estadística e Información (ONEI), es insuficiente para adquirir divisas, la mayoría de la población queda excluida de este sistema. Esta dualidad económica ha creado una nueva forma de segregación, donde una minoría con acceso a divisas disfruta de bienes inaccesibles para la mayoría, que depende de la libreta de abastecimiento y los mercados informales.
Impacto
El impacto de esta crisis alimentaria en el pueblo cubano transversaliza cada aspecto de la vida, afectando la salud física, el tejido social, la psique colectiva y la confianza en las instituciones. La lucha diaria por conseguir alimentos define la vida de millones de personas, desde las zonas urbanas densamente pobladas hasta las comunidades rurales más aisladas. En última instancia, no puede reducirse a un problema de recursos naturales, sanciones externas o desastres climáticos. Es el resultado de un modelo económico y político que ha priorizado su supervivencia a costa del bienestar humano.
La incapacidad del Estado para implementar reformas estructurales que incentiven la producción agrícola, modernicen la infraestructura, fortalezcan las cadenas de suministro y garanticen un acceso equitativo a los alimentos refleja una desconexión profunda con las necesidades de la población. Mientras las tiendas en divisas exhiben productos que la mayoría no puede comprar y los discursos oficiales prometen una soberanía alimentaria que permanece como una quimera, el pueblo cubano sigue atrapado en una lucha diaria que no debería ser suya. La pregunta que queda es cuánto tiempo más puede un pueblo soportar el peso de un sistema que, lejos de protegerlo, lo abandona a su suerte.