Cuba: Sobrevivir sin electricidad en el siglo XX1
17 de junio de 2025
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uando nada se mueve en una ciudad oscura, no hay fecha
futura en el calendario que alivie la repetición de los días. En cualquier rincón de la Isla, la oscuridad domina las calles y los corazones de un pueblo resignado y reprimido. Silencio es lo que se escucha en los barrios cubanos; un silencio impuesto por el desaliento y la imposibilidad de expresarse libremente. En esta Cuba oscura y decadente, la vida se dobla sin quebrarse, igual que la gente. La ciudadanía dejó de medir el tiempo de los apagones; ahora levantan las manos al cielo cuando se restablece el servicio eléctrico por apenas unas horas, en las que se deben realizar todos los quehaceres del hogar, en ocasiones en medio de la madrugada.
Dieciséis, dieciocho, veinte, hasta treinta y seis horas sin corriente, y la certeza de que será así mañana, los otros días de la semana, el próximo mes y el resto del año. Los hogares derruidos donde viven varias generaciones, lucen como museos del futuro, con electrodomésticos que se usarán alguna vez, en un tiempo que aún no llega; artefactos inservibles que parecen juzgar a una masa adormecida que no reclama su dignidad por miedo al zarpazo del terror que acecha en lo oscuro. En medio de las noches, se observan en las calles y repartos los vehículos apostados del aparato represivo; todos los conocen, todos saben por qué están ahí, pero nada pasa.
La comida se pudre, los refrigeradores están convertidos en cajas inútiles; en muchos hogares, se han desconectado de forma permanente, vacíos e inservibles. Los pocos alimentos que hay se cocinan de inmediato o se pierden. No hay forma de preservar nada. La planificación alimentaria se reduce a lo inmediato: lo que se consigue hoy, debe comerse hoy. La carne y los lácteos, para aquellos afortunados que pueden permitírselos, duran lo mismo que el golpe de suerte que los trajo.



En los circuitos desprotegidos, el ritmo de la vida lo marca la luz del sol, el fresco de la noche y los mosquitos. Quien posee un pequeño panel solar o una batería puede acumular algo de energía para un ventilador o alguna luz; los pocos que tienen plantas generadoras a base de combustible, deben conseguir la gasolina de contrabando a precios prohibitivos.
Cocinar se ha convertido en un reto adicional. El gas licuado, que antes llegaba, aunque fuera con demoras, ya no se distribuye hace meses. “No hay”, dicen las autoridades, y punto en boca para los demás. Eso obliga a las familias a volver a la leña o al carbón, materiales que no todos pueden conseguir con facilidad y que requieren tiempo, esfuerzo y hasta espacio que muchas casas no tienen. En los apartamentos elevados de los edificios multifamiliares es casi imposible la cocción de los alimentos. Se han improvisado fogones en patios y pasillos. Cocinar ha vuelto a ser una actividad que consume varias horas del día, como en tiempos del paleolítico.
La dieta se ha empobrecido considerablemente, en la mayoría de los hogares se sobrevive con arroz o algo de vianda. Las frutas, las carnes, el pan, el aceite, son bienes cada vez más esporádicos. Escasean mucho la sal, el café, el azúcar y el huevo. Son muchas las personas que comentan públicamente que ingieren alimentos solo una vez al día.



Este deterioro de la vida cotidiana no se queda en lo material. Se respira en la gente. La tristeza y la tensión se reflejan en los rostros de quienes caminan por las calles, en el tono bajo con que se habla, en la forma en que se bajan las miradas en las colas kilométricas para alcanzar una pequeña hogaza de pan, que no siempre llega. Hay miedo y fatiga; el miedo no es nuevo, pero ahora lo acompaña el constante desgaste psicológico.
En un país donde un por ciento desproporcionado de su población son adultos mayores, no existen formas de recreación que sustituyan los espacios televisivos. Quienes viven en comunidades propicias para ello, se reúnen en algún portal a conversar, mientras los mosquitos lo permitan; luego, se retiran hacia la oscuridad de las viviendas, como si entraran en la garganta de un abismo que devora a familias enteras. A intentar dormir sin electricidad, a vencer el tedio y la incertidumbre, para comenzar al otro día el mismo ciclo macabro.
A aquellos ciudadanos que el azar los colocó en la frontera entre dos circuitos o bloques eléctricos y tienen entrada de divisas, pueden pagarse la conexión ilegal de un cable de un circuito a otro por 30 000 o 50 000 pesos cubanos; según como tenga el día la corrupción de la empresa eléctrica local, que no deja de lucrar en estas condiciones.


Comparado con este escenario, la carencia de internet parece algo trivial, pero no lo es. Para muchas personas es la única forma de comunicarse con sus seres queridos. Quienes necesitan el servicio, colocan antenas de fabricación casera que mejoran un poco la señal. La creatividad y la resiliencia se imponen; pero a veces ni esto es suficiente. En algunas comunidades se vive un aislamiento que ya va dejando huellas en el estado de ánimo de las personas. Lo peor es la falta de alivio en el horizonte.
Cada día que se sobrevive es, en sí mismo, una declaración de voluntad individual. El pueblo cubano resiste; pero no por heroísmo, sino porque no le queda otra salida. La resistencia dejó de ser un lema para convertirse en una estrategia de supervivencia.
En medio de tanta oscuridad, es la capacidad de mantenerse en pie lo que sigue desafiando al colapso final. Incluso en el apagón, existe la fe en el cambio; una fe que arde como brasa entre la ceniza. La creencia compartida de que “a esto le queda poco” forma parte de una verdad que no podrá ser borrada por decreto ni censurada por el miedo.
En la penumbra no solo hay derrota, también hay algo de dignidad en las personas que no sirven como aliados del régimen en estos momentos de represión agudizada. Y esa, aunque silenciosa, es la que mantiene viva la llama de la esperanza; esa llama que espera el momento justo para volver a encenderlo todo, para purificar tanto horror.