Aguador: no hay santo remedio
08 de agosto de 2023
D
esde hace varias décadas, el abasto de agua potable en
varias zonas de Cuba viene resultando un grave problema. Diversos estudios sitúan la media nacional per cápita en 1 220 metros cúbicos al año, lo que de por sí representa un bajo volumen por habitante, teniendo en cuenta que solo la producción de los alimentos necesarios para satisfacer las 2 500 kcal que requiere una persona a diario consume 3 000 litros.
De hecho, la demanda y gasto de agua ha aumentado en la Isla, tanto en el sector privado como estatal; mientras la producción agrícola decae de manera acelerada. Ya en 2008, se advertía un incremento en la utilización de este líquido en el sector agrícola durante los últimos cuatro años de 1 684 millones de metros cúbicos; mientras la producción en este ramo descendía en 11,5 millones de toneladas para el mismo período de tiempo.
Justificaciones reales, inventadas e inconfesadas a nivel gubernamental hay muchas: baja eficiencia en su uso, pérdidas en las redes de distribución y consumo, factores climáticos como sequías o evaporación por aumento de temperaturas, entre otras. Lo cierto es que llueva o no llueva, truene o no truene, se produzca más o se produzca menos, el agua potable entra en la lista de productos que escasean en la Isla.
La Habana, como capital, no había sido de las provincias históricamente más afectadas, como es el caso de Camagüey, en el centro, o Guantánamo, en el oriente del país. Sin embargo, desde hace algunos años, el desabastecimiento la ha venido golpeando, al punto de sumar hoy otro álgido punto en las carencias que afectan a la población.
Prueba de ello es la cantidad de llamadas telefónicas que recibe la oficina central de Aguas de La Habana para reportar salideros, contaminaciones y denuncias sobre el desabasto durante varios días, así como por las pipas que supuestamente deben suplir la entrada regular de agua potable a la población. Dentro de estos reportes destacan los muchos realizados por personas de la tercera edad, quienes, a intervalos con más paciencia que otros, recuerdan la cantidad de veces que han telefoneado, han planteado sus quejas y han sido engañados con respuestas, la mar de las veces, ambiguas.
Claro, nada de esto sale en el discurso oficial. Sin embargo, sí es fácilmente rastreable en los medios de comunicación como Tribuna de La Habana o en las redes sociales de Canal Habana y la propia Aguas de La Habana la cifra de averías y reparaciones que reportan desde la institucionalidad.
“Yo ahorro agua. ¿Y tú?” es el eslogan que lo abofetea a uno, como una burla, apenas abre el sitio web de esta compañía. Cabría preguntarse, sinceramente, a dónde va a parar el agua ahorrada. Agua que, más que ahorrada a conciencia, es economizada por omisión.
No importa al Gobierno si escasea o no en momentos de crisis, como cuando, en plena pandemia de Covid, 300 000 residentes habaneros quedaron sin agua de golpe y porrazo. O coordinan, pudiera parecer incluso a propósito, la entrada de agua con los apagones eléctricos, de modo que se hace imposible encender las bombas y turbinas.
Eso, sin contar los altos niveles de cloro con los que llega en ocasiones o la contaminación debido a las roturas en las tuberías o la poca higiene anual de las cisternas, por lo que las horas que emplean las familias en hervir el agua para potabilizarla terminan sumando años. Asimismo, debe tenerse en cuenta que la mayoría de las personas realizan este proceso en recipientes de aluminio, cuya reacción química es dañina para el organismo, y no en cazuelas esmaltadas, más apropiadas para este menester. A ello se suma que el proceso químico al que es sometida el agua al ser hervida la endurece aún más, con posibles consecuencias nocivas para los riñones.
Pero la culpa casi nunca recae en el Gobierno, ni tiene que ver con su mal uso en la producción estatal; ni con la falta de presupuesto para la ampliación del servicio y la reparación y cambio de equipos; ni con el aumento hotelero; ni con las roturas de las tuberías en las calles, a veces producidas por otras empresas, como la del Gas Manufacturado. La culpa “la tiene la gente”, “el pueblo”, que “desperdicia”; la tiene “el clima”, que se empeña en que la lluvia no llene los embalses; la tiene el “bloqueo” estadounidense, que no deja importar las piezas de repuesto.
Así, se vuelve muy fácil justificar, por ejemplo, la disminución en la fuerza de abasto de agua en las áreas aledañas a las zonas turísticas en La Habana. Muchos recordarán todavía cómo, desde que principiaron la entrada de los cruceros a la capital, casi todos los barrios cercanos al puerto quedaban totalmente secos. Lo mismo pueden decir los habitantes de Playa que se abastecen de la misma línea conductora que suple a los nuevos hoteles en 3ra y 70; cuyas afectaciones se incrementaron desde el momento en que empezaron a ser construidos. Y bastante antes, cuando comenzaron a proliferar las inmobiliarias y residenciales, con multitud de apartamentos y piscinas. La deferencia siempre con los extranjeros, para quienes el agua abunda; mientras los habaneros —y los cubanos en general— sienten su tierra como un desierto sin oasis.
Algo lógico para el Estado y el Gobiernos cubanos, los cuales, además de garantizar el agua para los turistas y extranjeros residentes en la Isla por motivos económicos —relacionados con el renglón turístico—, la emplea como fachada para mantener la apariencia de que son garantes del acceso al agua potable como derecho humano, pues la mayoría de los documentos mundiales y propios de cada país sobre los derechos humanos, lo reflejan, ya sea de manera implícita o explícita. No importa si la realidad lo contradice; la narrativa política internacional sobre los grandes logros de la Revolución, incluido el de la disponibilidad de este líquido para todos, hay que mantenerla a toda costa.
Hablar sobre la importancia del agua para la vida está de más. Cada niño, adulto, anciano y hasta animal entiende la función que desempeña en su desarrollo, tanto a nivel físico como económico. No obstante, en muchas escuelas habaneras, como en otras a lo largo del país, los niños no tienen agua potable; ni siquiera agua para lavarse las manos o ir al baño. Pero no es solo en las escuelas; ahora, en plenas vacaciones, los niños tampoco tienen agua en sus casas.
El clima, en los últimos tres meses, no ha sido propenso a la sequía, ni en La Habana ni en el resto del país. Mas la culpa, de todas maneras, tenía que caer del cielo. Como si nunca antes hubiera habido tormentas eléctricas en la capital, los rayos alcanzaron cuatro equipos (uno en Ariguanabo y tres en Cosculluela) que ya, de por sí, trabajaban con baja eficiencia. La consecuencia —“solución”, según Rosaura Socarrás, subdirectora de Operaciones de Aguas de La Habana— fue aumentar el ciclo de suministro a cuatro días, en vez de dos, en Playa y Marianao; asimismo, disminuyó la cantidad de horas de bombeo —al igual que en La Lisa—; mientras sucedía lo mismo con zonas del Cerro y Diez de Octubre, con la única diferencia de que el bombeo sería cada tres días.
La premisa era afectar otras localidades para paliar el problema, no solucionarlo. De tal modo, además de los 200 000 habitantes que se afectaron directamente con esta situación, tuvieron otras familias que verse aquejadas por la incapacidad del Gobierno para resolverla. Este, sin embargo, no era el peor de los escenarios. Aquellos que, a pesar de estas restructuraciones, siguieran sin tener agua, serían servidos por pipas y camiones cisternas. Pipas que, como está cansada de denunciar la población, nunca llegan; pipas que, debido a la corrupción que propician el Estado y el Gobierno cubanos, son desviadas por un precio mínimo que ronda entre los 15 000 y 20 000 CUP —casi ocho o diez veces el salario mínimo de un trabajador en la Isla.
Para colmo, ha llegado hasta desaparecer de los establecimientos comerciales estatales el agua embotellada; que sí puede encontrarse en cafeterías particulares y mipymes a precios que llegan a cuadruplicar su valor original. Por ejemplo, un pomo de agua natural, de 500 mililitros, de fabricación nacional, cuyo costo inicial no supera los 15 MN, es posible hallarlo por 100 o 150 CUP en cafeterías privadas y hasta en 250 CUP o más en restaurantes pertenecientes al sector por cuenta propia.
Una alternativa a la desaparecida agua embotellada resulta los puntos particulares de venta de agua potable, en donde el litro tiene un valor de 5 CUP. Sin embargo, aunque esto puede resultar una opción válida, no es menos cierto que es otro gasto que se suma a una apretada economía familiar en la mayoría de los casos. Para las familias monoparentales, con salarios mínimos, adultos mayores, jubilados y personas discapacitadas, este consumo extra no constituye una salvación.
La falta de agua a lo largo del tiempo también puede rastrearse en la arquitectura de la ciudad. Las edificaciones, construidas en gran parte sin tanques ni cisternas, fueron diseñadas de manera en que les fuera suficiente el líquido que les llegaba desde los acueductos. Sin embargo, prontamente comenzaron a sufrir modificaciones: espacios robados a jardines y patios para construir cisternas o enterrar tanques; tanques encaramados en las azoteas o fijados a los techos dentro de las casas, debilitando una estructura arquitectónica que no fue concebida para albergar semejante peso; pomos y galones, llenos o esperando a llenarse con el preciado líquido, como parte de la decoración hogareña.
Lo cierto es que, en medio del verano —que este año ha llegado con peligrosas olas de calor—, las familias capitalinas —y dentro de ellas las mujeres en especial— se enfrentan a una sequía impuesta. Sin agua para cocinar, limpiar, lavar, bañarse, y en muchas ocasiones beber, la situación se torna desesperante. Y el desespero ayuda a eliminar, aunque sea temporalmente, las barreras de la sumisión.
Fe de lo cual resultan las microprotestas que han venido protagonizando las mujeres en La Habana —y otras provincias del país—, visibilizadas por medios independientes como Diario de Cuba y 14ymedio, entre otros. Es así que las protestas salen de los hogares hacia las calles y parques, porque ya el cubano ha ido aprendiendo que el Gobierno tiene miedo a la toma de los espacios públicos. Suenan las cazuelas, se plantan en las avenidas con sus hijos, se apostan antes las sedes gubernamentales de los municipios y provincias.
Y no se quedan ahí. Han aprendido también a apropiarse de las redes sociales como complemento de los espacios físicos para elevar sus reclamos. Directas, fotos, publicaciones en Facebook y Twitter evidencian sus quejas y exigencias de que las instituciones encargadas de velar por el bienestar y los derechos humanos de cada persona cumplan, al menos, el mínimo de condiciones necesarias para una vida digna.
La cruda realidad es que hoy no hay agua para llenar las tinajas, que hace ya mucho dejaron de costar a medio. Definitivamente, si Osvaldo Rodríguez hubiera seguido viviendo en Cuba, andaría cantando: “Aguador, ya no hay santo remedio”.