top of page
Diseño sin título.png

2024: Necropolítica en Cuba

09 de enero de 2024

E

E

    n 2003, Achille Mbembe expuso una visión inquietante del 

poder: la capacidad de determinar quién vive y quién muere, quién merece existir y quién será relegado al olvido. En su obra seminal, Necropolítica, explora cómo la opresión se configura en contextos de profunda pobreza y escasez. En estos escenarios, el poder no siempre opera mediante violencia explícita, sino que se ejerce a través del abandono, el control de los recursos esenciales y la reducción de la vida humana a su mínima expresión.

Desde 2020, la vida en la Isla ha estado marcada por decisiones que han condenado a millones a una existencia de precariedad extrema, donde la supervivencia misma se ha transformado en la forma más cruda e intensa de “la lucha”. El Estado, al fallar deliberada y negligentemente en garantizar el acceso a bienes esenciales (electricidad, alimentos, medicinas), ha ejercido un control absoluto no solo sobre los cuerpos, sino también sobre las esperanzas. En Cuba, la necropolítica no es una teoría abstracta; es el aire denso y opresivo que millones han respirado durante un año de oscuridad literal y simbólica.

El pasado 2024 será recordado como el momento en que Cuba enfrentó un colapso sin precedentes: una crisis económica, social y política que evidenció la incapacidad del régimen para garantizar lo más básico a su población. Esta crisis no fue solo el resultado de décadas de mala gestión, sino también de un modelo deliberadamente diseñado para perpetuar el control estatal a través del sufrimiento colectivo. A diferencia de otros períodos de penuria, este año reveló que la resistencia de la población no es contra la escasez en sí, sino contra un proyecto de dominación impuesto desde las más altas esferas del poder.

Colapso energético y oscuridad simbólica

El colapso energético no se debe exclusivamente a los fallos técnicos. La crisis energética en Cuba en 2024 simbolizó el deterioro absoluto de un sistema incapaz de sostenerse. Apagones de hasta 20 horas diarias afectaron a más de la mitad de la población en los momentos de mayor consumo, dejando a millones de cubanos en la penumbra. Las termoeléctricas, núcleo del sistema eléctrico cubano, estuvieron casi todo el tiempo fuera de servicio debido a averías, escaso mantenimiento y la falta crónica de combustible. Ni siquiera las soluciones de emergencia, como las patanas y los generadores portátiles, fueron incapaces de aliviar la situación.

En lugar de buscar soluciones estructurales, el régimen implementó medidas como el Decreto 110, que obliga a los grandes consumidores a generar 50% de su electricidad a partir de fuentes renovables. En lenguaje coloquial, el marrón se lo trasladan a la población, haciendo llamados al “consumo responsable” y al “racionamiento”. Esta medida, impracticable en un contexto de escasez extrema, destacó la desconexión del régimen respecto de las realidades del país. Mientras tanto, la falta de electricidad impactó —y seguirá impactando— de forma devastadora en la vida cotidiana: hospitales abiertos, pero sin equipos operativos; escuelas con clases suspendidas; barrios enteros sumidos a su suerte…

La perspectiva de Achille Mbembe sobre la necropolítica ayuda a entender esta crisis como algo más que un simple fallo técnico. Para Mbembe, los Estados autoritarios ejercen poder sobre la vida y la muerte, decidiendo quién tiene derecho a vivir y quién puede ser abandonado. En el caso cubano, la falta de energía no es solo resultado de incompetencia, sino una forma de relegar a grandes sectores de la población a un estado de precariedad absoluta. La libre agencia de las personas se ve dramáticamente limitada por la inoperancia estatal, que no debe interpretarse como un caso de infinita torpeza burocrática, sino de una forma deliberada de dominación y opresión sociopolítica. Este abandono es un recordatorio para la población que, en lugar de ser el fin y objetivo de los procesos revolucionarios, no es sino un medio para garantizar el mantenimiento del statu quo.

Servicios básicos en ruinas

La crisis energética intensificó el colapso de los servicios básicos. Los hospitales quedaron en condiciones críticas, sin medicamentos esenciales ni personal capacitado para atender a los pacientes. Muchas personas dependieron del mercado negro para obtener fármacos básicos, cuyos precios estaban fuera de su alcance. En el sector educativo, las escuelas suspendieron las clases por los apagones; mientras que las aulas deterioradas y la falta de recursos reflejaron el abandono de las instituciones públicas. Este deterioro, contrario a la imagen cultivada por la propaganda oficial del régimen, tuvo un impacto severo en la educación general. El Observatorio de Libertad Académica ha demostrado que el rendimiento en las escuelas medias se ha visto afectado no solo por la persecución a los maestros, sino por la falta de insumos e infraestructura adecuada. En 2024, la falta de corriente eléctrica golpeó a los estudiantes de todos lo niveles educativos en la Isla.

En las zonas rurales, la situación fue aún más desesperada. La permanente falta de electricidad y la ausencia de infraestructura básica convirtieron a estas regiones en verdaderas zonas de exclusión, evocando las descripciones de Hannah Arendt en su análisis del totalitarismo. Según Arendt, los regímenes totalitarios no solo reprimen, sino que generan espacios dentro de la sociedad donde las personas son reducidas a una mera existencia biológica, despojadas de derechos y dignidad. Este abandono no es casual, sino parte de un sistema diseñado para mantener a ciertos grupos marginados.

La represión como pilar del régimen

En medio de esta crisis, cualquier intento de protesta fue sofocado con brutalidad. Los “cacerolazos” y otras formas de manifestación espontánea fueron respondidos con detenciones inmediatas y vigilancia intensificada en las comunidades más vulnerables. La represión no solo se dirigió a los líderes visibles de la disidencia, sino que también incluyó el monitoreo constante de ciudadanos comunes, activistas y periodistas.

La necropolítica descrita por Mbembe también se manifiesta en este contexto. Según sus estudios, los regímenes represivos no solo controlan la vida física de las personas, sino también sus posibilidades de resistencia y agencia. En Cuba, la represión no se limita a castigar la disidencia, sino que envía un mensaje claro: la resistencia no será tolerada. Este aparato represivo, que combina vigilancia, violencia y aislamiento, refuerza un sistema donde el miedo se convierte en la principal herramienta de control.

Economía en colapso, economía del hambre

La inflación descontrolada y la falta de alimentos transformaron la supervivencia en el principal desafío para la mayoría de las familias cubanas. Los precios de los productos básicos llegaron a niveles inalcanzables: el arroz a 250 pesos la libra; los frijoles a 500 pesos; y la carne de cerdo, un lujo para la mayoría, superó los 1 100 pesos por libra.

Cocinar se convirtió en un acto de resistencia, ya que el precio del carbón alcanzó los 1 500 pesos, obligando a muchas familias a recurrir a métodos peligrosos para preparar alimentos como la quema de plásticos. Organizaciones como Slow Food romantizan este tipo de prácticas bajo la narrativa de “alimentos buenos, limpios y justos para todos”, cuando la realidad expone a la población cubana a prácticas peligrosas y tóxicas.

Este estado de necesidad perpetua tiene paralelismos con el análisis de Hannah Arendt sobre las estrategias económicas de los regímenes totalitarios. Según Arendt, estas economías de escasez no son solo un producto de la incompetencia, sino un mecanismo deliberado para mantener a la población en un estado constante de lucha por recursos básicos. En este contexto, cualquier posibilidad de solidaridad o resistencia colectiva se ve erosionada por la necesidad de sobrevivir día a día.

La espera como mecanismo de control

El análisis de Javier Auyero sobre la espera como estrategia de dominación ilumina otra dimensión clave del colapso cubano. En Pacientes del Estado, Auyero describe cómo los Estados utilizan la burocracia y las largas esperas para perpetuar la subordinación de los sectores más vulnerables. En Cuba, las colas interminables para alimentos, medicinas y servicios básicos no son solo el resultado de la escasez, sino una forma de reforzar la dependencia de la población hacia el Estado.

Estas dinámicas resuenan con las observaciones de Mbembe sobre la temporalidad en contextos de dominación. Según sus investigaciones, el tiempo puede ser manipulado por los regímenes para imponer un estado de espera indefinida que refuerza la subordinación. En el caso cubano, la espera no solo agota a las personas físicamente, sino que también las condiciona a aceptar su situación como inevitable, moldeando sus subjetividades en el proceso.

Un oscuro futuro

A medida que Cuba avanza hacia 2025, el panorama es sombrío. Con un sistema económico en ruinas, una infraestructura destrozada y un régimen cada vez más aislado, las posibilidades de cambio parecen remotas. La emigración sigue siendo la única opción viable para muchos, dejando atrás una población cada vez más reducida y agotada.

El marco analítico proporcionado por Mbembe, Arendt y Auyero ayuda a comprender el colapso cubano como algo más que un resultado de incompetencia. Este es un sistema diseñado para perpetuar la desigualdad y la dominación, utilizando la escasez, la violencia y la manipulación del tiempo como herramientas de control.

El pasado 2024 no será recordado solo como un año de crisis, sino como el momento en que quedó claro que el régimen cubano está dispuesto a sacrificar a su población para garantizar su propia supervivencia. La oscuridad que cubrió la Isla este año, tanto literal como simbólicamente, es un recordatorio del costo humano de un sistema totalitario dispuesto a todo para mantener el poder.

bottom of page